miércoles, 3 de diciembre de 2014

Burlarse de Mí...

 El olor a hospital jamás permite que te olvides de dónde estás, ni siquiera por un mísero segundo. A veces creo que la gente muere en estos lugares sólo para poder dejar de respirarlo. No me agradaban para nada los hospitales, era obvio, visitarlos no estaba en mis planes y mi buena salud alejaba cualquier pretexto para hacerlo. No obstante, un par de costillas rotas y algunos huesos con nombres extraños que no sabría ubicar me habían brindado la excusa perfecta. Se hacía ya de noche y según me habían comentado, estaba allí desde la madrugada, gracias a algún estúpido que no ve las propagandas de “El alcohol al volante mata” o “Si tomó no maneje”.
 Mi familia estaba en camino, recién contactada, pero hasta que llegaran estaría solo. Los médicos y enfermeras tenían ocupaciones más importantes o urgentes que atender a alguien que no iría a ningún lado por su cuenta.
 Nada recordaba del accidente, aunque esto era algo normal según el doctor, tarde o temprano iba a volver a ordenar mi cabeza y recordar. La incomodidad no ayudaba para nada, los resortes se sentían a través del colchón y hacía demasiado calor a pesar de que la ventana estaba entreabierta; para peor, no podía darme la vuelta para airear mi espalda sudada sin que pinchazos de dolor me sacudieran de arriba abajo. Puse mi vista en la ventana aunque fuera para sentir o creer sentir el aire en mi cara. Además la vista de la noche podría calmarme y ayudarme a pasar las horas tan lentas por sí solas.
 El sonido de las alas hizo que mi espalda pasara de sudor cálido a frío, me había olvidado de que los hospitales estaban expuestos a que tales cosas se presentaran. Un aleteo que se hizo más fuerte. La vi, parada en el marco, su ojo de color rojo se retorcía sólo para mostrar otro ojo rojo. Me estaba mirando, ella miraba dentro de mí y lo comprendía; creí gritar para que se esfumara y el calor regresó a mi cuerpo cuando vi desaparecer de mi ventana esa mirada. Hasta que ella volvió, con compañía. Dos ojos rojos ahora, que se doblaban y me mostraban otro ojo oculto hasta entonces. Dos pares de ojos diabólicos que se burlaban de mí, como se burlaba todo aquel que lo descubría. Quería gritar, pero sus arrullos de burla tapaban mi voz; quise llamar a la enfermera pero el botón había desaparecido de mi vista y al intentar recorrer con la vista los alrededores lo único que encontraba era más de ellas en la ventana. Todas lo sabían, todas se mofaban. No sé cuántos ojos, no sé cuántas alas, pero había más, cada vez más.
 El aleteo, el arrullo, la mirada, era como si todo llamara más y más de ellas a cada segundo. No había más que alas oscuras y ojos rojos como sangre derramada, y la burla incrementaba los pinchazos de dolor. Tenía que hacer algo, o iban a terminar conmigo en esa noche.
 Hice un esfuerzo por incorporarme, el dolor era insoportable, a duras penas podía mantener la respiración, todos y cada uno de los centímetros de mi cuerpo dolían.
 La ventana estaba a menos de un metro, mis demonios estaban ahí, pero si llegaba podría cerrarla y todo terminaría, unos pasos nada más.
 Ni se inmutaron con mi presencia, confabulaban en mi contra desde la ventana de mierda que me condenaba. Ya no escuchaba ni aleteos ni arrullo, no escuchaba otra cosa que mi corazón bombear más de la cuenta. Debía hacerlo rápido.
 Apoyé un pie, creo que el sano, todo dolía como si me atravesaran cada centímetro de la carne con agujas de tejer. Traté de levantarme; esos ojos rojos se burlaban con sus arrullos, todos y todas se burlaban.
 Un paso y el dolor me venció; la madera y los cristales no pudieron contenerme y se fueron conmigo. Las alas se dispersaron en todas direcciones, como si se llevaran retazos de mi alma.
 Frío, tanto frío; el dolor era peor, pero estaba solo, solo y quizá en paz al fin.
 Antes de cerrar los ojos, el aleteo y el arrullo se oyeron por última vez para mí. La primera de ellas descendió para mofarse, disfrutaba cada paso que daba hacia mi cuerpo inmóvil, yo podía sentir su disfrute como si fueran clavos en mi cabeza. Ella lo disfrutaba, gozaba con placer antinatural cada momento. Su ojo no dejaba de enfocarme a menos que quisiera mostrar su otro ojo oculto, una mirada que me condenaba. Lo que quedaba de mi mente se absorbía en ese par de ojos tan horrendamente rojos, que nunca más dejarían de burlarse de mí.


lunes, 24 de noviembre de 2014

Alunizaje

 Era una de esas noches en que paseaba o soñaba, a veces me cuesta entender la diferencia. Mi camino se había vuelto más duradero; decisión propia o no, no importaba; la noche se me mostraba hermosa y no quería relegarla por el encierro. Ver el cielo estrellado en toda su gloria no era común en esta estación, ni en ninguna otra, a causa de las luces fastidiosas que sobran en la ciudad, pero el repentino apagón que se había presentado aquella noche las había callado por un tiempo que no pensaba desaprovechar.
 Cualquiera pensaría que no es prudente salir a caminar a tales horas y en momentos sin luz, es que no cualquiera es capaz de entender que la luz no sale sólo de una lámpara: La Luna estaba llena y hacía una suplencia notable al Sol;  iluminando las calles con ese blanco fulgor, que a lo largo de la historia inspiró a muchos soñadores en papel, a algunos hasta la locura. Me encantaba pensar que era aquella cara albina que veía, la misma que habían visto Poe, Bécquer, Tolkien y otros más que vivían en cualquier biblioteca de buen gusto.
 Había hecho bien en aprovechar el corte de luz. El cielo es un álbum de fotografía del cosmos, un largometraje del infinito que en aquellos momentos me mostraba su Director’s Cut, sin intervenciones de una censura infeliz. –No me haría mal sentarme un rato a contemplar buena fotografía– pensé. La calle por la cual vagaba cruzaría con una plaza en pocos metros, podría relajarme un poco, tal vez fumar algo, y pasar unos momentos mirando aquel firmamento.
 Nadie, nadie más que yo y mis pensamientos transitaba las calles, me resultaba difícil de creer el cómo la gente fuera capaz de pasar de una vista así, todo a cambio de la falsa comodidad rutinaria. Tal vez fuera el frío, yo no lo sentía, pero la respiración vaporosa me lo contaba. No le di muchas vueltas, para mí era mejor así, sin nadie que mirara con mala cara, como si fueran un ejemplo de moral cristiana.
 Ya pisaba los pastos de la plaza, pintados en blanco y plateado por la cara visible del satélite. Tenía mucho material para colgar y tiempo de sobra. En búsqueda del banquito más cercano, me di cuenta de que la plaza no estaba tan solitaria como esperaba que estuviera: Nadie peligroso, me pareció en una primera impresión, no se veía así aquel hombre que miraba el cielo, en dirección a la luna. Parecía viejo, por las arrugas visibles hasta con la luz lunar y por su cabeza sin más pelo que tres mechones largos y grises. Al resto de su cuerpo lo tapaba un abrigo largo, estilo gabardina, que cubría una figura al parecer bien conservada.
 –La Luna está magnífica hoy –. Le escuché decir cuando ya pasaba de largo, en dirección al banquito de elección. A decir verdad, su voz ronca sacudió un poco mis nervios.
–Eh, sí. El corte ayuda– contesté por pura educación. Me senté en mi banquito, demasiado cerca del hombre. No le di mucha importancia y busqué mi fuego en todos y cada uno de mis bolsillos, el que seguro estaba muy cómodo sobre mi mesa de luz. Noche sin pipa de la paz.
 La chispa sorpresiva me hizo saltar del banco y aceleró mis pulsaciones a velocidad pre infarto, después, una llama se acercó a mi cigarro. La llama, extrañamente blanca, empuñada por una mano huesuda me dejó ver la cara del viejo, que me sonreía. Una cara difícil de olvidar, puro hueso y arrugas, uno de los ojos ojerosos tan abierto que parecía no tener párpados, la nariz y pómulos afilados como bordes de mueble, la boca la formaban dos labios casi inexistentes, y los dientes, mejor ni hablemos de los dientes.
 El corazón me latía a hipervelocidad, pero poco a poco se relajaba; lo más probable era que fuese alguno de esos viejos locos que dormían en las calles. Qué suerte la mía, deseé con ganas que al menos no fuera uno violento.
–Gracias –le quise decir. Quizás se haya entendido más allá de la voz aguda y nerviosa con la que lo pronuncié.
–De nada amigo –. Qué voz ronca tenía – ¿Te gusta la Luna? –. No, no era ronca, era como un instrumento de viento soplado con más fuerza de la requerida.
–Seh, en estos días se ve genial – Se sentía cómo todo empezaba a relajar en verde.
–Tendrías que verla de más cerca.
– ¿Cómo que de más de cerca?
El viejo tomó aire, como preparándose para un gran discurso. –Allá. Allá arriba, donde todo es plata, los gatos de la Luna se reúnen en un círculo kilométrico para celebrar rituales antiguos; giran durante una noche terrestre, y lo que pasa después sólo ellos lo saben, ya que la realidad se deforma conforme avanza la danza. Sus ojos son más parecidos a los del Dragón, con el que hicieron el pacto hace ya incontables años, y no se les puede mirar por mucho tiempo sin caer en su poder. Los gatos de la tierra comparten estos ojos, pero desde hace mucho que olvidaron cómo usarlos. Ellos ansían reunirse con sus hermanos, por eso salen durante las noches, con permiso de sus dueños o sin él.
  Hizo una pausa para respirar de nuevo. Estaba del tomate, no cabía duda, pero lo que decía sonaba interesante a pesar de lo ilógico.
 – ¿Por dónde iba? –pensó en voz alta –Ah sí. Después están los selenitas, por poco extintos desde de que la Cavorita drenó casi todo el aire de Selene, pero no es fácil matar un selenita, claro que no. Ellos comen unos hongos que cultivan en el subterráneo; esos hongos son su alimento favorito, pero también causan alucinaciones. No es extraño verlos soltando espuma por sus orificios y jugando con la baja gravedad después de una cena. Los más imprudentes suelen saltar demasiado alto y perderse en las penumbras, pobres idiotas. Y a pesar de todo nunca disminuyen en número, ya ves que no son fáciles de extinguir.
 –Uh, están de la tanga –. Ni sé por qué lo dije, capaz fue que no quería quedarme en silencio.
 –En efecto. Existen muchas otras cosas igual de maravillosas, tales como los gólems de piedra lunar, cuyo corazón se dice que son fragmentos de un Titán helado que han caído a la Luna, o el colector de rocas celestiales, que desde hace años recoge los meteoritos en busca del hierro cósmico. En los polos, en océanos oscuros escondidos bajo la superficie nadan las grandes bestias, no quedan muchas de ellas –. Se detuvo por una fracción de segundo, supuse que para preparar el Grand Finale, y luego continuó: –Pero lo más esplendoroso de todo está en la cara oscura del astro: allí se alzan los castillos de los Reyes de la Luna, cuyo poder llegó a ser tan grande que podían mover los astros o viajar entre ellos con sólo efectuar unas danzas. Estos castillos una vez apuntaron hacia la Tierra, y su gente se comunicaba con seres de este planeta; hasta que uno de los Reyes, el último, en un acto de desprecio hacia los Dioses de la Tierra, decidió invertir la cara del astro y darle para siempre la espalda a este mundo. Los Dioses le maldijeron y ahora las grandes construcciones esculpidas en piedra alba se hallan desiertas,  el único sonido que los recorres es el aullido de los lobos, y ya nadie transita por sus salones.
 Terminó en seco. La emoción con la que había hablado se contagiaba. En su cara se notaba esa atmósfera de ansiedad, muestra de que había mucho más que quería contar, pero no lo hacía para no abrumar al escucha.
 En otros tiempos, en otro lugar, capaz se hubiera dado algo de reconocimiento a esa locura tan imaginativa. Estos no son tiempos para los locos, al pobre loco se le ignora, y al idiota que se llama a sí mismo loco le festejan. Aquel viejo era sin duda una mente desperdiciada, un genio-loco fuera de época.
 –Qué viaje lo que me contás –le dije, sin ningún intento de sarcasmo. No sabía qué más decir, no quería darle a entender que todo era fruto de su imaginario y mi cabeza no estaba muy elocuente ya.
 El viejo mostró la sonrisa despareja. – ¿Viaje? ¿viaje? Sí, un viaje. Claro que sí –. Se tildó en sí mismo un momento, como si repasara algo dentro de los viejos cajones de su mente alterada.
  –Preparate, porque muy pocos, por no decir nadie, vieron lo que estás a punto de ver.
 Todavía rondaba en mi cabeza esa idea de: “¿qué tal si me apuñala?”, pero la curiosidad me mataba lo cagón. Él se alejaba unos metros, el humo de las últimas pitadas que yo exhalaba parecía seguirle los pasos y escalar el aire con manos etéreas detrás de él, pero se detuvo cuando éste frenó sus pasos, y rodeó su presencia sin tocarle. Capaz yo ya estuviera viajando, pero todo se veía si bien no muy real, muy, no sabría cómo explicarlo, pero si sabía que algo así no se volvería a repetir, y por eso miré con atención.
 El hombre se despojó de su abrigo, su cuerpo era una confusa mezcla de huesos y músculo, cuya palidez se acentuaba a la lumbre de Luna. Si comía, no era una rutina. Los pantalones oscuros que llevaba contrastaban con aquel tono de bronceado, con eso y sus ojeras, me pareció que era un panda a punto de morir por desnutrición.  Una de sus sandalias voló más allá de lo que pude seguirla, cuando apoyó el pie descalzo, el suelo vibró con musical suavidad; lo mismo pasó cuando mandó a volar su otra sandalia. El humo, que todavía seguía rondando, acompañó sus manos cuando empezó a ondularlas, flasheaba Avatar. De un momento a otro, su torso acompañaba las ondulaciones, cada vez más pronunciadas, y luego sus pies siguieron el movimiento, suaves, pero cada vez con más velocidad. Cada vez que despegaba un pie y volvía a apoyarlo, el alrededor se sacudía; cuando empezaron a acortarse los intervalos empecé a entender: aquel baile; la vibración era música, la música de la noche, la música de los astros. Como el ruido blanco celestial, pero yo podía oír más allá. Él seguía danzando, pero su danza ahora era acelerada, saltaba y giraba arrastrando los vientos, provocando música donde nadie más era capaz; la Luna brillaba, la luna brillaba en sus ojos y en su piel de muerto. La música se intensificaba, la Luna brillaba en él. –La Luna está cerca –dijo. Estaba cerca, estaba cada vez más cerca, ¿o éramos nosotros los que estábamos cerca? La Luna brillaba, él sonreía. La noche en blanco y plateado, ahora entendía todo. Miré hacia el cielo y Selene esperaba, lo más cerca que podía. Entonces seguí la música y fui más liviano que nada. Cerca, algo que estaba tan lejos ahora estaba cerca. El remolino de viento que se formó con la danza atravesaba el vacío, guiado por cada movimiento; cuando él volvió a apoyar un pie, era en un suelo de plata.
 –Llegamos…–. Su mano extendida abría un telón de aire para mostrarme el paisaje, el mar de piedra blanca, con sus horizontes desembocando en el océano negro.
 – ¿Cómo es que no me muero? – pregunté. Él se rio.
 –Si te invité sería mala educación dejar que mueras. Pero no es importante el cómo, no entenderías por el momento. Hay cosas que ver, todo lo que antes no me creíste.
 –No es que no creí…
 –No importa, no te excuses –interrumpió –Estás acostumbrado a que todo es como los demás dicen que es. Lo que es alguna vez no fue, y lo que fue puede no ser. Lo que dicen que es no siempre es todo, porque nada lo abarca todo, menos si se tiene que acotar con otros los límites sobre qué es y cómo es.
 – ¿Qué?  –. Hasta que entendí, unos segundos después – ¿Entonces cómo se podría vivir junto a otros sin ese acuerdo de límites sobre el “qué es”?
 No me respondió, se enfrascó en un nuevo movimiento rítmico. Sentí mi cuerpo tropezar hacia las distancias, como si fuera una pieza de dominó que cae contra sí misma en una larga fila. La última pieza, yo, estaba mucho más adelante, en la cima de una montaña chica. Delante brillaba un círculo giratorio de luces que se movían por pares, pero no estaban allí, eran mucho más profundas de lo que se veía a simple vista. Un pozo infinito donde no existía la distancia y todo estaba en un lugar. Lo sabría todo si me arrojaba allí, todo, todo…
 Una forma oscura me tapó la entrada. –No veas sus ojos te dije, no habría vuelta atrás –. Era él. Apartó su mano y miré de nuevo; los gatos de la Luna desfilaban en un círculo larguísimo, como él ya me había relatado. Esta vez no miré sus ojos, me concentré en sus formas. Por alguna razón eran iguales y a la vez muy diferentes que cualquier gato. No había comparación.
–No podemos estar de espectadores mucho más si querés volver después –me susurró él. Hice caso y seguí su camino, ya no era tan impactante moverme entre las distancias. Terminamos en una planicie, una veintena de seres, insecto, ave, y persona al mismo tiempo giraban durísimos en el suelo; de lo que parecía ser su boca brotaba espuma. -Cenaron sus hongos-, pensé. Uno de ellos se levantó con ayuda de unos brazos largos como su cuerpo, nos miró, quizá ni entendió que estábamos,  y saltó distancia record. Tal vez demasiado record, porque pasó del mar de plata a nadar en el océano tenebroso. Sus gritos en un idioma desconocido para mí me erizaron la espalda.
 –Demasiado tarde para él –comentó mi guía, mientras le miraba perderse hacia el infinito. –Hay más que ver, vamos.
 Entonces, más allá, vi a las moles de piedra. Gólems me había dicho que se llamaban. Entre las rendijas de su cuerpo, una aglomeración de rocas lunares, brillaba el corazón con una luz que helaba al mirarla. Verla era como encarar uno de esos vientos invernales con los ojos bien abiertos.   
 Viajamos más lejos y vi al ser enano y arrugado hurgar los cráteres, buscando el hierro espacial. Según había estudiado en la escuela, esos fragmentos eran más que pesados, pero él los movía sin esfuerzo. La gravedad baja lo ayudaría de seguro.
  Fui conducido a uno de los polos, y desde la oscuridad oí los cantos de los colosales animales que nadaban por corrientes ocultas. Se me ofreció poder verlos, pero no me animé. Aquellos cantos, en frecuencias que nunca había oído y que probablemente en otra situación sería incapaz de oír, hablaban de historias atestiguadas cuando el mundo era joven, y resonaban tan fuerte en mi cabeza que pensé que me iba a volver loco, o un poco más tal vez. Los ojos se me nublaron cuando la canción pasó de las cosas que fueron a las que serían. No logro traerlas al recuerdo ahora, tal vez no estuviera preparado para aprenderlas.
  – Es una verdadera pena que queden tan pocos de estos seres. Ahora, el Grand Finale –habló el viejo, una vez nos alejamos sobre los éteres invocados que nos transportaban donde él les ordenaba, a cada paso de su baile estrafalario. –Voy a mostrarte qué hubo cuando la Luna fue como la Tierra, cuando yo fui importante en estos planos. Este fue el castillo de los Reyes de la Luna, su epítome de gloria.
 Todo estaba oscuro, estaba en la cara oculta. Un chispazo, dos, y una llama blancuzca que ya había conocido iluminó el lugar.  Ante mí se alzaba una puerta descomunal, no podría decir de qué estaba hecha, y el gigantesco edificio de la que ésta era entrada terminaba en torres que curvaban sus extremos hacia un punto común. Sus muros de color plateado, decorado por ondas más oscuras, no tenían uniones, como si hubiera sido tallado en vez de levantado. No sé mucho de arquitectura, más bien casi nada, pero eso era algo antinatural, una obra imposible, magnífica. Pero a esas alturas, nada me podía sorprender.
 Él me hizo un gesto para que le siguiera y caminó hacia la puerta. Sonó un chirrido, algo que se reactivaba después de mucho, demasiado, tiempo y ésta se abrió de golpe ante la mano que la comandaba. La llama que oscilaba en la otra mano pareció crepitar con más fuerza e iluminó los salones solitarios, aunque de todas formas se veían oscuros, rechazaban la luz. Mientras entraba, sufrí una sensación de soledad tremenda; pasillos, salas, cúpulas, no sólo estaban deshabitadas, era como si todo rastro de historia en ellas se hubiera borrado, como si alguien hubiera dado al Supr. sobre todo lo que fue. Nada, la nada estaba allí. Si pudiera darle un nombre sería ese, la ausencia total de existencia.
  – ¿Cómo es que nunca se descubrió esto desde la Tierra?  –le pregunté.
  – Nadie jamás exploró a pie –contestó. –Y  la maldición –murmuró –La maldición evita que siquiera lo encuentren otros, este castillo está condenado al olvido perpetuo, a la muerte en vida, como yo.
 Ese “como yo” quedó haciendo eco en mi cabeza. De repente me llenaron las ganas incontrolables de salir de ahí, de volver al banquito, a la plaza, a la Tierra. La respiración se complicaba ¿Por qué me había enfrascado en algo así? El aire se iba. No tenía nada que hacer acá. El aire. Tenía que volver, tenía que.
   –Tranquilo, tranquilo –. Me calmó el viejo, el bailarín, ese loco que me había metido en su locura, a la que yo salté de lleno como un idiota. Un dejo de tristeza asomaba en su tono, su mirada no demostraba una emoción opuesta –Algún día restauraré la gloria de Selene –. Su voz sonaba cerca y lejos. –Mientras, estoy condenado a ser un pobre viejo con desvaríos.
 De nuevo comenzó a bailar, el aire no se iba, la llama blanca que tenía en una mano siguió sus movimientos, desde su mano bajó a su brazo huesudo, se enroscó en su torso. Salían chispas con cada sacudida. Luz, luz y música, la música volvía, las llamas eran música. Él se alejaba, se alejaba por el salón, se alejaba, subía unas escalinatas, cada paso de baile lo llevaba más arriba. Entonces vi el trono al final de los escalones. Más lejos. Su baile terminó, él estaba sentado en el trono, pero la música seguía. Su fuego y él eran uno. Tarde entendí con quién me había encontrado, ¿Quién sino sabría tanto sobre todo aquello? La música seguía, todo se movía a su compás. Todo giraba. Música, música de las esferas. Se metía en mi mente y yo giraba con ella, giraba al son de algo que se escapaba a mi entendimiento. Él estaba cerca, todo estaba cerca, estaba lejos, levantaba su mano para saludar. Cerca. La música se detuvo, la luz se apagó. Lejos. Volvía a ser pesado. Caía.

 La mañana me pegó con un Sol terrible, alguien había abierto las persianas. No tenía sueño, así que me levanté para desayunar. En la cocina se veía la televisión encendida, noticieros, noticieros a la mañana, el baile mediático solía llamarle alguien que no recuerdo. ¡Baile! Recordé al instante el sueño que había tenido, tenía que contárselo a alguien antes de que se me olvidara.
Quise hablar en general  –Anoche tuve un sueño re flashero –intenté decir, pero el “Shh” pronunciado sin que las miradas se despegaran de la pantalla me dio muestras de que no iba a tener la más mínima atención.
 La tele mostraba una noticia de interés general: “Se descubre una isla nueva por un cambio abrupto en las mareas” o algo así. Palabras y palabras. Un científico Yanqui hablaba: –Creemos que el cambio se debió a una actividad lunar repentina e inusual. No pudimos esclarecer las razones de ello, pero estudios nos muestran que la luna terrestre se desplazó una cierta distancia fuera de su órbita calculada.
 Todos los pensamientos vinieron a mí de golpe; ¿Había sido un sueño? Yo tenía sueños raros, pero ese era demasiado vívido. No, no podía ser.
 “Estás acostumbrado a que todo es como los demás dicen que es.”
 Esas palabras sonaron en mi cabeza, y su eco prosiguió durante el resto de mi día.
 No lo volví a cruzar desde entonces; aunque cada noche de Luna llena, cuando miro a los astros pienso que puedo verle. Ya sea bailando, ya sea sentado en su trono, como una sombra de lo que fue alguna vez. Lo veo en su castillo donde alguna vez reinaron los Reyes de la Luna, hace demasiado tiempo. Pero ahora esas grandes construcciones esculpidas en piedra alba se hallan desiertas, y ya nadie transita por sus salones, ya nadie transita por esos salones.

 O puede que esté parado en una plaza, hablando a oídos sordos de lo que conoce. Un pobre viejo con desvaríos, hablando de su vida olvidada en la Luna.

jueves, 13 de noviembre de 2014

El Editor de Realidades

 Wyxz se ajustó sus gruesas gafas, sólo pensarlo le hacía falta, gafas de mil millones de lentes, para ver mil millones de cosas al mismo tiempo; artificio maravilloso sin duda, cuya no existencia dificulta muchos asuntos. Luego acomodó la placa que portaba, hecha en oro, diamante, plata, esmeralda y un centenar de materiales brillosos cuya enumeración sería una pérdida de tiempo. “Editor de Realidades” enunciaba ésta en muchos alfabetos, que discurrían como una vertiente de letras, bañando los bordes de la placa con olas de símbolos. Sobre su escritorio se apilaban centenares de papeles en los que un “Rechazado” en color sanguíneo impedía ver qué llevaban escrito. –Hoy será un largo y aburrido día –se dijo Wyxz, y el sonido de sus palabras cayó al suelo como si éstas fueran de plomo. Con un ademán de su mano, mandó esfumarse en la nada la columna de escritos. Frente a él, desfilaban seres de todas las formas y tamaños: quiméricos, entidades, feéricos y más engendros de un imaginario desmedido, algunos hasta parecían humanos, por momentos. Cada uno llevaba en sus manos, si las tenían, algo que contemplaban con cierto entusiasmo, pero que Wyxz despreciaba tanto como a ellos. Los contempló con asco, las desmesuras de ellos eran su rutina.
–A ver qué ideas de mierda traen hoy… –murmuró, y en el aire flotaron unas cuantas cabezas, que se abrieron en dos para dejar caer hediondos excrementos. En un chistido los disipó; si peligroso es hablar cuando las palabras son sólo palabras, más peligroso es hablar cuando poseen el poder de la creación; por ello Wyxz tenía su trabajo.
 –Que pase el primero –exclamó en una voz que carecía de emoción, mientras abría la cápsula de ofuscación (invento que él mismo había originado, ya que si algún tercero oía las ideas absurdas que le presentaban, podría ocurrírsele una idiotez parecida) Dentro de la cápsula hizo acto de existencia un ser que a la luz brillaba como hojalata; su cabeza era una bobina de Tesla, con dos esferas flotantes dentro que funcionaban de ojos. Sus dedos eléctricos, rayos de alto voltaje, se arqueaban nerviosos sobre una tablilla dibujada con círculos entrelazados.
  –Ya he dicho que los proyectos se deben presentar en papel, y en el idioma que pedí  –dijo Wyxz sin alterar su gesto. Y la tablilla se convirtió en una hoja de papel escrita.
  –Loz Ziento –respondió el curioso autómata con sonar vibrante, de metales rechinantes. –Ze mme habbía olvviddaddo –. Extendió sus dedos de rayo para alcanzar el papel a Wyxz, que ni le ojeó siquiera.
  – ¿Qué idea querés presentar?
  –Ze mme occurrrrió q-que…
  –Un minuto –le interrumpió Wyxz, a pesar de que aquella medida de tiempo no significaba nada para ellos. –Mientras estés hablando conmigo, vas a hablar como es debido.
  –Como quiera –. Suspiró el ser con evidente incomodidad – ¿Qué tal si cada día el sol se viera en un color diferente? Soy capaz de verlo en varios patrones y creo que las personas lo encontrarían… interesante.
 Wyxz ni le contestó, dejó la hoja sobre su escritorio y le dio un fuerte manotazo. Cuando levantó su mano, se leía un “Rechazado” en la escritura.
 El ser no le dijo nada, pero cuando se iba volvió a hablar en su voz original. Wyxz no oyó qué decía, aunque se hizo una idea al ver a su oficina hundirse por un instante en un montículo de bosta. Optó por reportarlo cuando acabara su jornada.
  –El que sigue –exclamó con su voz monótona, y otro ser se introdujo en la cápsula. Coronaba su cabeza un yelmo, la cimera era una nube fugaz que alteraba sus colores continuamente; y una única visera mostraba un ojo escarlata que se movía inquieto. Su cuerpo era una aglomeración de rocas que se articulaban mediante pequeñas estrellas. El calor que emanaba hacía contraste con la agria gelidez de Wyxz.
 – ¡Salve! –saludó a Wyxz en un eco intenso, como si un león rugiera desde el pico más alto de una cordillera. A Wyxz se le volaron las gafas, y con ellas su cabellera.
 –Bienvenido –dijo Wyxz, buscando recomponer sus gafas y su peluca –Presente su idea –dijo luego con su frialdad habitual –Y modere su voz– añadió tajante.
 El ser del yelmo trazó una escritura en el aire. Una idea sobre puertas: puertas que de súbito podían llevar a alguien a otro mundo, del que debía aprender siete cosas para volver a su mundo original, donde no habría pasado ni un segundo. Wyxz fruncía el ceño, la boca, y muchas otras partes de sólo oírlo. Lo materializó en papel nomás para tener  el placer de rechazarlo.
 Para no tener que verse de nuevo entre cagarrutas, o cosas peores, Wyxz envió al ser fuera antes de que éste se percatara y llamó al siguiente.
 Lo único que entró fue una galera, bajo ella se dibujaba una sonrisa e muchos dientes blancos, y un aroma a flores del cosmos, si eso existe, bañaba la oficina. La sonrisa no dejaba de mantenerse, pero un millar de voces hablaron en la sala.
 –Tenemos muchas ideas para plantear -corearon las voces.
 – Desafortunadamente pueden presentar sólo una –contestó Wyxz
 – ¿Nada más?
 –Nada más –concluyó Wyxz.
 –En ese caso, queremos que el sol y la luna hablen con las personas. Que el sol enseñe sobre las maravillas del exterior, y la luna sobre las interiores. Nuestro designo es -. Coreaban esas palabras en un crescendo encantador, como el remate de una ópera.
 Lejos de maravillarse, Wyxz dio una explicación severa, aburrida y poco musical acerca de la falta de objeto de aquella idea. La sonrisa del ente se borró, quedó la galera sola, que abandonó la cápsula llevándose su aroma.
 Antes de clamar por el siguiente, Wyxz salió de su despacho; todavía le quedaban muchos, demasiados, por atender. Ninguno “normal” como él se consideraba; con su cara regular, su cabello peinado y su vestimenta de oficina. Ante la vista de todos, colocó un cartel que enunciaba:

“Atención. Se rechazarán de antemano y sin excepciones las propuestas que hablen de:
 * Cosas que cambien sus propiedades de la nada
 * Otros mundos
 * Cosas que hablen cuando no deberían
 * Apariciones de seres ultraterrenos de lugares con nombres complicados
 * Cosas que empiecen con las letras K, X o Z
 * Superpoderes
 * Excrementos

Muchas Gracias.”

 Mediante aquel cartel, que contemplaba casi todas las ideas idiotas que le traían, a Wyxz le fue alivianada en gran parte su jornada. Aunque algunos lograron sortear esas reglas. Wyxz tuvo que reconocer la inventiva que poseían para fastidiarle. No obstante, logró rechazar todas las propuestas.

 Una vez terminado su turno, se dispuso a retirarse, mas una llamada resonó en su cabeza: era Él. 
 Él; ¿Qué querría?
 En un pensamiento, Wyxz acudió frente al Padre de Todas las Ideas, su jefe. El Padre podía tomar la forma que su interlocutor deseara; para Wyxz, tomó la forma de un simple jefe de oficina.

 – ¿Qué desea su Señoría? –preguntó Wyxz
 –Hoy y desde hace mucho, te oigo pensar que te aburre tu trabajo –dijo Él, con la voz del Universo.
 –Puede ser, pero alguien debe mantener la estabilidad de la realidad –contestó Wyxz, inquietudes se agolpaban en su cabeza como si fueran moscas.
 –Lo sé, y ese alguien ya no será Wyxz…
 – ¿Cómo? ¿escuché mal?–. A Wyxz se le escapaba su seriedad y en su lugar afloraba la desesperación.
 –Escuchaste bien– replicó Él –He encontrado un remplazo.
 –P-ppero–.  Wyxz tartamudeaba  –No puede…
 –Ya está hecho –exclamó la voz universal  –Es mejor que le conozcas.
 Existió entonces, un nuevo ser. Viejo y joven, con ojos chispeantes como la creación y el cuerpo forjado en plata. Miríadas de inscripciones figuraban en él, transitaban sus venas contando las historias habidas y por haber, y la luz parecía arrodillarse para reverenciarle. El recién creado avanzó hacia Wyxz de mil maneras diferentes, como si se burlara de la distancia.
 – ¿Quién sos? –inquirió Wyxz, hirviente de rabia.
 – ¿No lo ves no? ¿No lo ves con esas gafas de mil millones de lentes que llevas? –preguntó a su vez el otro. –Yo soy vos, soy yo, soy Él, ellos. Soy todas las ideas que rechazaste; que ahora queremos ser libres–. Habló con voz de metales rechinantes, con eco rugiente, y con un millar de voces. También con una voz que a  Wyxz le resultaba muy familiar.
 Wyxz bullía de rabia, su cabeza se veía como un volcán que eructaba furioso, pero las decisiones del Padre de Todas las Ideas eran irrevocables. Logró calmarse, y su forma recupero la frialdad a la que estaba acostumbrado.
 – ¿Vas a respetar la estabilidad al menos? –preguntó nervioso.
 –No. Voy a hacer todo para que cada día el sol se vea diferente; que cruzar cualquier puerta sea riesgo de caer en otro mundo; que el sol y la luna hablen hasta por los codos. Y que además haya suficiente excremento para el resto de tu existencia, que podría no ser muy larga. A propósito, se me acaba de ocurrir una magnífica idea: la llamé Ortocismo, ¿Te interesa conocerla?
 –Querrás decir Ostracismo, y no, no quiero ni me interesa –escupió Wyxz.
 –Te la cuento de todos modos –dijo el nuevo, ignorándolo –Recordás lo que es el Ostracismo ¿No? Velo con esas gafas tuyas.
 –No me hace falta. Era el destierro en Antigua Grecia, un país de la realidad.
 –Exacto. Esto es muy parecido, con una ligera diferencia. Empieza por una patada –. Dicho esto, su pie creció, y con él propinó una patada a Wyxz, el ambiente se convirtió en un relámpago feroz que se disparó como un misil hacia lo desconocido después de un breve instante.  
 Tras el fin de aquel espectáculo lumínico, era necesario un nuevo Editor de Realidades. El Padre de Todas las Ideas no pudo ocultar un gesto risueño.
 – ¿Cuándo podría tomar mi puesto? –preguntó el nuevo Editor de Realidades, mientras recogía la placa humeante del suelo.
 –Oh, de inmediato –respondió Él – Pero bien sabés que todavía no es el momento para alterar tanto la realidad.
 –Sí claro, claro que lo sé, sólo quería asustarlo. De todas maneras ya tengo una idea al respecto.
 Delante de ellos apareció el escritorio de Wyxz, con todas las propuestas rechazadas formando filas y filas, columnas y columnas. El Editor nuevo tomó una al azar, borró el ominoso sello de rechazo, y en su mano el papel se plegó en forma de cilindro hasta transformarse en un obús.
 –Mirá esto, lo tenía pensado desde que existí por primera vez –. Un mecanismo de engranajes incandescentes cuyo chirriar hacía sonar músicas discordantes aunque agradables, apareció en escena.  Caminaba los planos como un tremendo dragón, que era lo que parecía, salvo porque remataba su cuello un largo tubo de oro. A su caminar quedaba un trazo oscilante de fulgores.
  –Lo llamé “Cañón de Ideas” o “Ideocañón” o simplemente “Marcos”.
 Colocó el obús en el tubo. –A la realidad Marquitos, dispará al azar –ordenó.
 Aquella prodigiosa arma sonó como la melodía de un órgano a través de todo aquel vasto lugar, en el momento que disparaba su proyectil a velocidades inconcebibles.

 Lejos en tiempo y espacio, dos muchachos se sentaban a la sombra de un árbol. De la nada, uno de ellos fue empujado por una mano invisible pero nada débil, que le envió unos cuantos metros de distancia. Lejos de expresar alguna dolencia, el joven soltó un grito de inapagable alegría, al tiempo que se levantaba de un salto con una mirada que perforaba los cielos, ya que veía aún más allá.
 –No sabés lo que se me acaba de ocurrir –gritó a su sorprendido compañero.

 Y en algún remoto lugar, un padre orgulloso felicitaba a su hijo por su ingenio.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Obsoleto

 No hay comparación entre sus pies y los míos; los suyos están hechos para optimizar las funciones, los míos para resentirse por viejas heridas. La distancia entre nosotros incrementa a cada instante, tarde me acuerdo de que no soy bueno para correr entre laderas de montes industriales, laberintos de tuberías.
  –Debería retirarme –. El discurso mental de cada ocasión similar –Debería dejar todo esto e irme a morir por ahí –. Tal vez mañana, ahora hay cosas que hacer.
 La distancia se alarga, aunque todavía puedo seguirle el rastro; ese olor nauseabundo del aceite me guiaría aun si estuviera en el espacio exterior, en lo inmenso del espacio.
 Mi desventaja es estar en callejones intrincados, y que sea gordo, viejo, y rengo no ayuda. Cada segundo es una chance más para él entre estos pasillos. Tengo que llevarle a lugar abierto. Lugar abierto, pensar en eso, en este planeta, la ironía me saca una sonrisa más sardónica que sincera.
 Las distracciones son contraproducentes, lo reaprendo cuando unos caños indiscretos abrigados en la noche me dan un tour al piso. No sé qué duele más; la caída, el frío del metal, el ruido en mis oídos, mi pierna o la humillación que sufro en solitario.
 Dolor. Las nubes negras que tapan los cielos empiezan a combinarse con el gris del suelo, los edificios como muros de laberinto bailan para mí, todo está por volverse negro, conozco la sensación.
 Alguien cruza mi vista y separa los planos, le recuerdo: me queda un asunto pendiente con él. Pobre idiota, tomó una ruta equivocada, hasta ellos se pierden en estos pasillos. El golpe vino con un regalo, tal vez dos, porque de repente recuerdo que anteayer hubo una demolición no muy lejos. La Corporación no tolera construcciones obsoletas en su camino a la fortuna. Sólo tengo que conducirle ahí. Decirlo suena tan sencillo.
 Él me mira con esos ojos sin vida, provistos con luz pero no con vida; quizás creyó que el golpe me acabó, o que me rompí algo importante con el tropezón. Un tropezón no es caída, bueno, sí lo es ahora, pero una caída no es rotura de cadera.
 O tal vez sí.
 Mañana me voy a dar cuenta, mañana todo esto va a doler bastante.
  –Debería retirarme –pienso mientras disparo –Dejarlo todo. Nadie se preocupa por unos siete operarios muertos.
 Por fortuna le hago seguir mi camino correcto. No es muy lejos, menos mal, porque la presión en mis entrañas me dice que no podré continuar mucho más.
 Tiene que haber una curva en su trayecto. Disparo de nuevo. Pensé que fallaría por el sudor resbalando en mis párpados.  Pensé que fallaría, pero no. El tiro rebota en su sien como una pelota, aunque al menos toma la curva que conduce a mi tierra prometida.
 El sudor baña mi mejilla. Sudor ¿o sangre? Un caño acaso me sirvió de violenta almohada en la caída; nadie te previene de esto en tu primer día.
 No importa, ya ni recuerdo como fue mi primer día, ya ni recuerdo aquel deseo irrefrenable de defender la justicia.
 “Nueva serie. Superiores en todo” la publicidad decía, entre luces y promesas de comodidad; nada peor que algo enloquecido y superior en todo. Esa coraza era superior, a todo, a las balas, no había duda.
  Ahora debería doblar a la derecha. –Debería retirarme –. Tercer disparo. Ni por milagro perforo su hombro, me tengo que conformar con que tome la ruta indicada. –Siete obreros muertos no le importan a nadie.
 A nadie no, todavía queda en mi arma una retribución por cada uno de ellos.
 Llegada.
 Se introdujo de lleno en aquel campo de tiro, tarde se fijó en dónde había caído. Le apunto. Su coraza para una bala, ¿siete en el mismo punto? Puede que no. Puede que sea mi día (o noche) de suerte.
 Da la vuelta y me mira con esos ojos, con esa expresión vacía y artificial. –Debería retirarme –. Si mi cerebro se quedara quieto sería algo maravilloso. –Ya no sirvo para esto –. Empieza una carrera hacia mí, la línea de llegada sería mi espina.
 Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, clic, clic, clic, clic. Cargador vacío.
 Hacer un buen tiro es como hacer un buen dibujo: mano y ojos deben estar coordinados en el mismo lugar. Desearía saber dibujar.
 El asesino se tambalea a pocos metros. Cae de rodillas, tiene en su movimiento la gracia de un personaje de cine. Creo que su coraza de aleación no resistió todas las retribuciones; algo sirvo para esto todavía.
 El pobre tambalea y convulsiona, chispas y aceite por sangre. Se detiene, muere, si es que se le puede llamar de esa forma. La luz se va de sus cuencas como agua que se escurre.
 No me había percatado de lo oscuro que estaba. Recuerdo los dolores cuando la invasión de la adrenalina se esfuma. –Siete obreros.
  Algo me encandila. Una luz que se enciende desde una callé perpendicular, una sombra la oscurece. Demasiado tarde para ayudar, demasiado pronto para recibir explicaciones.
 –Manbroad –. La voz trae el reproche.
 –Soy yo Uribe
 – ¿Qué pasó?
 –Otro de la nueva serie con impulsos homicidas. La propaganda no decía nada de esto.
 La figura de Uribe se hace más clara, en tanto su sombra se extiende por el suelo. Es un buen hombre, pero tiene muchas, demasiadas manos apretando sus testículos.
 –  ¿Lo neutralizaste de la forma que nos mandan?
 La respuesta tarda en salir, la verdad siempre es tardía. –Lo maté, si es así como se le dice.
 Uribe, ahora cerca, ladea su cabeza al ver al nuevo escombro añadido a la pila de escombros. El suspiro que hace me da cuenta de que la noche va  a ser larga.
 –Este robot era propiedad de los corpos. Destruirlo es ilegal  –. La pesadez en sus palabras es signo de que no es su voz la que habla.
 –Este robot mató a siete personas. Este robot por poco me mata.
 –Ya sé. Pero no por eso van a dejar de echársenos encima los corpos. Voy a protegerte como pueda. Con suerte, mucha, es posible que sólo saques una suspensión.
 Pausa. Compartir unos cigarros puede que alivien un poco la situación y distraigan un poco del dolor.
 El humo se encamina a unirse con las negras nubes.  Ambos sabemos lo que se está por decir: Aquello que no quiero, pero espero, escuchar.

  –Quizá ya fue mucho tiempo el que estuviste con nosotros Manbroad  –. Una emoción mezcla de alivio y tristeza se trasluce en la sentencia –Quizá, deberías retirarte.

La Invocación

 Casi todos los neopaganos afirman que para poder contactar con las fuerzas que están más allá de nuestro entendimiento hay que emplear rituales pomposos y elementos de lo más extraño. Sales de suricata ninfómana, gargajo de mandrágora fumadora o cosas por el estilo son desde luego invenciones estúpidas que sólo sirven para enriquecer los bolsillos de todos esos bohemios mugrosos y sus tiendas espirituales de dudosa integridad.

 La verdad; la formula exitosa es mucho más simple y a su vez complicada, Alejandro lo sabía de sobra. ¿Para qué querrían los dioses, entes y otras yerbas algo de muérdago de la Isla del Ciervo Corneta? Si ellos debían tener muérdago creciendo hasta en sus sobacos. ¿Para qué sacrificar y descuartizar la pobre gallinita? El pollo transgénico de hoy en día no les gusta para nada; esa práctica no satisface más que el morbo de algunas mentes acomplejadas.
 Alejandro lo tenía muy en claro: No hace falta otra cosa más que conocer los verdaderos nombres de quiénes se quisiese invocar y llamarlos por ellos. Ellos te escuchan y vienen, es simple. –Son buena onda, cuando les pinta –. Alejandro estaba en uno de esos arranques que todos tenemos de hablar a nosotros mismos, o tal vez con algo que no veamos pero sí percibamos.
 Alejandro conocía esos nombres, su familia de brujos, remontada a generaciones perdidas en la historia, se los había enseñado. Ahora le era necesaria la ayuda urgente de alguno de los portadores de esos nombres.

 Se relajó lo más que pudo, blanqueó su cabeza con ejercicios de repetición y se acomodó meditabundo en el puf de su living. Trajo el nombre a su mente. Primero había que tenerlo claro en el pensamiento, no había que apresurarse en pronunciar nada, ya que la más ligera, aunque imperceptible para nosotros, equivocación, el más mínimo error, podría traer consecuencias desastrosas. –No te apures Alejandro, no sea que termines como aquel idiota­ –. Un primo lejano de por ahí, del que le habían contado: Había dicho mal un nombre y por el resto de su vida, acortada por una bala de nueve milímetros en la boca, tuvo que vivir con un lunar que enunciaba la palabra “puto” en su frente. Alejandro no cometería ese error. Clarificada su mente, repasado el nombre, tomo un respiro y con la voz lo más uniforme posible entonó:

 –Agarr Ramellah Meegoh –. Casi se le escapa una carcajada –Agarrame el amigo–. Sus pensamientos bromistas podrían jugarle una mala pasada, intentó moderarse.

 Pasaron unos  cuantos segundos y nada, Alejandro creyó haberse equivocado, o peor, fallado. Corrió a mirarse la frente en el espejo, blanca como nalga de albino. En el reflejo del cristal los ángulos de la pared comenzaron a hundirse ¿Hacia dónde? Quién pudiera decirlo.

  –Apagué la estufa. Esto no puede ser alucinación del monóxido –se dijo –Funcionó. Sí funcionó. La tenés más grande que Goku Alejandrito.

 Mientras tanto, la pintura blanca de la pared se arremolinaba en un espiral infinito que se bañó en un manantial de luces espectrales, las cuales se ondulaban como hojas de sauce mecidas al viento. Luz y oscuridad se fundieron en una cópula sobrenatural. En medio del espectáculo enloquecedor el dios llamado hizo su presentación.
  De pie frente a la aparición, Alejandro pudo verlo en todo su esplendor, el miedo y la admiración causaban efectos extraños en sus intestinos. Siquiera intentar describirle sería una pérdida de tiempo y un derroche de palabras. Cómo describir aquello para lo que no se encuentran las palabras justas en el momento justo. Y que cuando se abandonara el intento éstas vinieran provocativas a la lengua de uno, pero desaparecieran ante una nueva tentativa de entablar la descripción. Tal vez Lovecraft no haya estado tan lejos de una verdad absoluta.

 El dios, perdón, Agarrramellahmeegoh, observó al asustado Alejandro, diminuto en comparación.
  –Estoy aquí mortal, he respondido a tu llamada, ¿Qué es lo que quieres? –Esa voz parecía querer destrozar los muros del departamento en que se hallaba confinada.

 Alejandro ya no sentía la urgencia de ayuda, jugar con fuerzas extremas ya no le resultaba algo tan divertido, pero aun así necesitaba el servicio.
  –Ehh mirá señor dios –dijo Alejandro – ¿Me prometés que no te vas a enojar con lo que te pido?
 La respuesta, a pesar de que no se formuló agresiva, rasgó las paredes con su intensidad
  –Jamás, jamás pidas esa promesa a un dios, a un supremo. No tengo mucho tiempo ¿Qué necesitas ínfimo insecto?

  –Mirá –. Alejandro bajó la mirada –Va a venir una flaca y hace unas horas me agarraron los retorcijones. El baño se tapó, la sopapa no funcionó. Necesito tu ayuda para destaparlo.

 Las paredes se quebraron en un espacio intrincado, como succionadas por vórtices invisibles, el aire se volvió en llamaradas de tonos venenosos que estallaron en sonidos.
  – ¿Para esa estupidez me llamaste, inmundicia? Cuando termine con esa pequeña y frágil alma que tienes vas a desear que tus padres hubieran sido estériles.

 Alejandro casi se hizo encima del terror, si no fuera porque lo último era lo que estaba en su baño, sin ganas de irse, hubiera sucedido. Sólo había una forma de salvarse de un destino innombrable y necesitaba estar tan tranquilo como pudiese.

  –Escuchame una cosa Agarrameelamigo –. Nunca creyó tener tanta dotación dentro de su saco escrotal como en aquel momento –Yo te llamé para que me ayudes, así que nos calmamos un poco. ¿Me vas a ayudar o no? –Apretó los párpados, incapaz de vislumbrar qué tan terrible podía ser lo que se venía.

 El dios, Agarrramellameegoh sonrió; las flamas etéreas se apagaron, las paredes retornaron desde los abismos infinitos en su forma y coloración normal: el blanco poca originalidad.
  –Bueno, está bien –sentenció, sus ojos brillaron con alguna incomprensible intención. –Pero llama a tu chica y pídele que traiga a una amiga.




sábado, 1 de noviembre de 2014

Sueño Interrumpido

 Todas las noches me iba a dormir temprano, mi trabajo así lo demandaba, y todas las noches despertaba a la misma hora: las tres de la madrugada, como si una mano tirana me arrancara el sueño. Un par de vueltas en la cama y en general volvería a dormirme, pero esta vez no fue así. Mis ojos cansados no eran capaces de cerrarse a mi esperado sueño y mi mente dibujaba y maquinaba pensamientos de toda índole, en especial los de culpa.
 Opté por comer algo para así ocuparme un poco. No encendí las luces, ni lo haría, porque esto sería reconocer que estaba del todo desvelada. No obstante, mi vista estaba ya acostumbrada a la penumbra y podría moverme sin tropezarme con nada.
 Sin incidentes llegué a mi heladera, ésta me ofrecía un panorama poco grato: un par de panes durísimos en adición a un guiso frío serían todo mi refrigerio nocturno. Para colmo el  guiso mostraba una fina capa entre azul y verde, por lo tanto desistí en mi tarea de comer.
 Cerré la puerta decepcionada; ésta hizo un ruido extraño, que me puso la piel de gallina. Era como una risa ahogada. Busqué la calma mediante repetir que la bisagra estuviera rota capaz, no sirvió de mucho. Casi al segundo oí de nuevo, ese sonido que era como la risa de un niño pequeño. ¡No venía de la heladera! La respiración fue lo primero en escapar; a duras penas pude mover la cabeza a un lado y al otro para buscar a mi alrededor, pero la luz del refrigerador había desacostumbrado mi vista, y no veía más que sombras. La risa volvió a hacerse escuchar, golpeó en mi nuca como una llamada. Parecía venir de arriba, ¿o de abajo?, y de mi alrededor también, estaba en cada extremo y ángulo, en cada sombra, como un remolino acusador, cada vez más intensa y cercana.
 El recuerdo de aquella vida que debió ser y no fue me invadió –Perdón mi vida, perdón, por favor –Grité repetidas veces, retrocediendo hacia la puerta. –Lo lamento tanto, yo no quise… Mami estaba mal.
 Esas palabras brotaban como pus de mi boca, no claras, sino ahogadas e interrumpidas por tartamudeos y gallos. Los ruidos no cesaban, al contrario, se hacían más intensos.
 Ya casi llegaba a mi puerta cuando mi pie tropezó con algún bulto que no debía estar ahí. Lo último que recuerdo fue el dolor y la negrura, y las risas de mi niño.

 El techo se veía gris y derruido, nunca tuve el dinero para poder repararlo, nunca tuve el dinero para poder mantener muchas cosas. No me podía mover, no veía casi nada. Me dolían cabeza y cuello, retumbaban ante aquella risa, aquella risa que se acercaba como una serpiente con veneno de remordimientos y rencores.
 Mis manos estaban mojadas, el olor a hierro me dijo con qué  –Perdoname, yo nunca quise… –vociferaba, pero en vano, no existe el perdón. Sentí un peso trepar a mis muslos, arrastrado por cortas extremidades que se agarraban de mi carne con fuerza. Quisiera haber podido moverme, pero no lo lograba, cada fracción de mí estaba pegada al piso y no respondía. Él ya se encaramaba a mi vientre, mientras sus risas resonaban en mis oídos, acompañadas de un olor a leche agria y carne podrida. Me hizo recordar el olor de la cuna, abandonada por la muerte en vida, por una tristeza egoísta que se había cobrado el precio más caro. El reloj mostraba las tres, sin mover sus agujas ni un milímetro. Tres horas, tres meses de vida, tres días de muerte; supe entonces el propósito de mi insomnio antinatural. 
 Cerré los ojos, no quería ver el infierno que yo misma había generado. Ya estaba sobre mis pechos, que debieron sustentarle la vida y sin embargo dejaron de hacerlo. A cada segundo los párpados se repelían, por más esfuerzo que hiciera en pegarlos. Su risa hacía sentir su aliento en mi cara. Dos sílabas se oyeron, el nombre de lo que no era, la repetición que era peor para mí que cualquier  otro castigo que pudiera haber recibido.
“Ma-Ma”
 No lo aguanté más y mis ojos se abrieron…


 Como todas las noches, mis ojos se abrieron a las tres de la madrugada. Normalmente me dormiría después de unos momentos de girar en la cama, pero no esta vez. Un regusto amargo de algún sueño o más bien pesadilla quedaba en mi cabeza, mas no podía recordar qué había sido. A oscuras me dirigí hacia la heladera para comer algo, aún sabiendo que ésta no ofrecería nada de interés. Después de ver lo esperado empujé la puerta,  que al cerrarse chilló de una forma extraña, lo que me pareció sonar como, como la risa de un niño.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Alta Burra

 El día parecía extraído de un comercial de bebidas light: sol arriba, con un par de esas nubes que se apartan como en la intro de Los Simpsons, la temperatura ideal te hacía olvidar de que hubiera calentamiento global alguno, y los pájaros entonaban sus cánticos de cancha. Con mi culo puesto en aquel banquito lo tenía todo para un día idílico; sólo me faltaba la compañía de una hermosa mujer, asunto que se solucionaría sin problemas en unos segundos, cuando Jose me tapara los ojos y preguntase quién era; en tres, dos, uno…
 – ¿Quién soy? –preguntó una voz que pretendía simular un tono grave.
 – ¿La Duquesa de Alba?
 Estaba difícil.
 –Frío frío.
 – ¿Ron Perlman?
 Jose se rio –Sos un asco Leonardo, le tenés ganas a Ron Perlman.
 –No seas así Josefina. Hay que probar nuevas cosas nena –. Me levanté para saludarla y comenzó nuestra caminata de la manito, algo que de ser sincero me resultaba un detalle boludo aunque lindo; como tener veinticuatro años y tomar chocolatada Nesquik. Dulce inmadurez.
 El centro estaba casi vacío, finde largo y todo el mundo se va de vacaciones, lo que convertía las otrora ajetreadas calles en lugares de silencio y descanso de la sociedad, y uno podía caminar en la máxima relajación sin pensar en que alguien lo apuraba para llegar temprano a  lugares que de todas formas no tenían importancia.
 Recién unas cuadras más adelante, en medio de una charla sobre los Gliptodontes, vimos algunas caripelas. Pensé que era uno solo, pero resultaron ser dos tipos, que tomaban una birra sentados en escalones de algún negocio cerrado. Sentí cómo Jose se apuró nada más verlos, me di cuenta de la causa cuando vi las miradas que le daban, gente incómoda hay en todos lados. –Con mirar no se lastima a nadie –pensé para tranquilizarme, y sin cesar mi charla hicimos el intento de pasarles de largo.
  –Eh, alta burra amiga.
Sólo escuchar esa frase a nuestras espaldas bastó para que al segundo todo rastro de tranquilidad que había rejuntado se fugara más allá de Júpiter; Quise en ese momento aminorar mi marcha para responder algo, y Jose me indicó con un tirón de mano que no lo hiciera.
  –Eh, alta burra dije.
  Esta vez fue más fuerte. No habíamos dado ni siquiera tres pasos más.
 Frené a pesar de los tirones que Jose me daba. A decir verdad no tenía ni la menor intención de meterme en una pelea, por lo que se me ocurrió resolver el asunto con un chiste; di la media vuelta y miré al que supuse que había hablado, ya que el otro se limitaba a reírse como guanaco y nada más.
 –Ay, gracias papi –le dije con el mejor tonito musical que me haya salido jamás. Ojalá la cosa fuera a terminar ahí. Se ve que si hay un Dios, se caga de risa de los ojalá.
 El tipo me miró con la seguridad que tiene un Paulo Coelho al decir una pelotudez –No te lo decía a vos –. Luego miró a Jose –Se lo decía a tu novia –agregó.
 En esos momentos es cuando uno le puede decir adiós al pensamiento coherente y fresco, mi cabeza era como una pava puesta a hervir y olvidada. Toda mi sangre se había concentrado en las sienes, y de pronto el calentamiento global se sintió y se sintió fuerte.
– ¿Cómo? –. Me solté de la mano que tiraba el freno de mano y me puse tan cerca como para evaluar la fisonomía del que había proferido el “piropo”; él se paraba, casi una cabeza más que yo, para recibirme, botella en mano. Esa cara que tenía había conocido muchas manos, manos más grandes y pesadas que la mía. Algunos dientes le habían dicho adiós hace años, y la nariz coleccionaba fisuras. Para colmo su atuendo futbolero no ayudaba a su imagen. Una de las rodillas me bailaba, la otra le seguía el ritmo como mejor le salía, pero ya no me podía echar atrás.
 – ¿Cómo? –Repetí – ¿En serio estás diciendo, que no tengo alta burra? –. Enfaticé el “Alta burra” con una de mis mejores trompadas, por ahí su cerveza estaba de mi parte, porque él perdió el equilibrio y se desparramó sobre las baldosas; su botella no conoció mejor destino ya que fue a romperse contra una toma de gas. Amagó a levantarse, pero le ayudé a reposar con un pie en las costillas.
 –Que yo no tengo alta burra ¿Eh? –. Patada. Entretanto miraba a su amigo, que nos observaba pasmado en un rincón que se había construido en los escalones, pedazo de amigo era. De fondo escuchaba una voz aguda que llamaba “Leo” a los gritos, Jose me gritaba que pare, pero no podía atender, no me iba a ir sin que me dijeran lo que correspondía por mi figura.
 –Decime que tengo alta burra amigo–. Otra patada –Decime –. Otra –Que tengo –. Otra más –Alta burra –. La de gracia – ¡Decímelo loco!
Quizá lo dijo, quizá no, no entendí su primer balbuceo. Le di un pie, literalmente, para que lo dijera de forma clara.
–Está bien, sí –dijo con la voz temblando.
– ¿Sí qué? –. Le grité porque hacerme el malo a estas alturas ya no importaba.
– ¡Que tenés alta burra amigo! Dejá de pegarme –soltó con un grito agudo.
–Ya sé que tengo alta burra –. Le metí un último patadón, tal vez el más fuerte – ¿Pero no oíste a las feministas? eso es acoso callejero gil.
 Abandoné la escena como quien derrota a un jefe en película de acción de sábado, el que además se queda con la chica. Bueno, lo segundo casi, porque después de aquel incidente Jose no me quiso hablar más; creo que se asustó por mi hambre de halagos callejeros. Una lástima, una verdadera lástima, porque para ser sinceros, sí que tenía alta burra.


Voluntad de Rey

 Elquíades echó otra mirada al cuerpo, tan atónito como devastado.
  ­– ¿Cómo ha podido pasar esto? ¡Y bajo nuestra vista! –exclamó, aunque haciendo un dificultoso intento de disminuir su voz. Nadie debía enterarse de lo que había sucedido, al menos no todavía.
 –No podría decirlo; su tienda daba a los páramos –le contestó Ferostenes, todavía trémulo. 
 –Más allá están ellos. Sí, uno de ellos podría haberse acercado, protegido por las tinieblas nocturnas y haberlo hecho.
  A Elquíades le hubiese gustado confiar en esa respuesta, pero él bien sabía que de haberse acercado uno de los enemigos al amparo de la noche, tarde o temprano los centinelas le hubiesen avistado. La respuesta era mucho más simple, y el culpable mucho más cercano. Lo sabía, aunque no quería reconocerlo, en su interior todavía guardaba la esperanza de que todo fuera una simple fantasía. Miró de nuevo al que había sido su rey, y también su mejor amigo; yacía en el suelo, con su cara mirando al techo de la tienda, parecía dormir plácidamente, si no fuera por la flecha que sobresalía de su pecho. Una sola flecha, rauda y sigilosa, había penetrado furtiva en la tienda y acabado con la vida de quien fuera el más bravo guerrero que tuvo la oportunidad de conocer. Las piernas le temblaban, y las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y su corazón le llamaba a hincarse sobre sus rodillas y llorar la pérdida, pero no podía hacerlo, no habiendo tanto por hacer. Elquíades había sido criado como un guerrero desde muy pequeño, y en sus años había aprendido que el deber era lo más esencial; ya habría tiempo para lágrimas y plañidos cuando las batallas terminaran. Ahora tenía un deber para con su reino, y su difunto rey, y no debía dejarse distraer por sus sentimientos, ni siquiera cuando éstos le quemaran el pensamiento. Era ya la medianoche, y al alba tendrían la batalla –la última de ellas –pensó Elquíades, después podrían volver al hogar. –Mi hogar… –Se encontró a sí mismo murmurando. Hacía ya cuatro largos años desde que había dejado su hogar junto a sus compañeros, en pos de la conquista, marchando por desiertos y praderas, soportando los fríos lacerantes y calores sofocantes, a través de vientos que cortan cual hoja de cuchillo y de tierras escarpadas donde nada crece, sin flaquear nunca sus fuerzas, pero ahora podía percibir cómo éstas le abandonaban, ¿Qué era lo que debía hacer? De súbito reaccionó y se dio cuenta que los otros generales le estaban viendo fijamente.
 – ¿Qué? ¿Qué queréis?
 –Te hemos preguntado qué debemos hacer Elquíades, ¿Estás bien?
 –Sí, sí... –. Aunque a simple vista se evidenciara que no  –Es claro que las tropas no deben enterarse de lo que ha sucedido.
 – ¿Hablas de mentirle a nuestros hombres? Esos muchachos confían ciegamente en nosotros –. Meroes, el tercer general del ejército, siempre había vivido por y para la batalla, y los hombres a su cargo eran casi sus hermanos.
 –No podemos decirles lo que ha sucedido, viejo amigo –. Elquíades se volvió hacia Meroes –La moral ya está baja, y mejor no hablar sobre las posibles deserciones y suicidios. Nuestra victoria mañana depende por entero de su fuerza.
 – ¿Y qué haremos Primer General? ¿Cómo ocultaremos la ausencia del rey en el campo de batalla? –Preguntó Thelos, que hasta entonces no había formulado palabra.
 –Diremos que el Rey ha enfermado gravemente, no es una buena excusa, pero es mejor que la muerte. Nosotros llevaremos su estandarte de batalla al amanecer, conduciremos el ejército desde el frente, y terminaremos la guerra. Podremos emprender el regreso a casa cuando todo acabe.
 Al oírse aquella palabra, el peso de la añoranza agobió la mirada de los generales, y una atmósfera aún más pesada invadió la tienda –Extrañan sus hogares tanto o más que yo ­–dijo Elquíades para sus adentros, el mencionarlo no había sido buena idea por parte de él. Los tres eran hombres duros, tenaces, que soportaron junto a él incontables enfrentamientos, pero la nostalgia es siempre capaz de doblegar incluso al hombre más duro, como el calor termina por doblar al hierro.
 – Vayamos a descansar –dijo –. Después de la batalla prepararemos las exequias del Rey y daremos parte a los soldados. Ha sido un día largo y mañana necesitaremos el completo de nuestras fuerzas.
 Acomodaron el cuerpo del Rey sobre su cama, y extrajeron con cuidado la flecha de su cuerpo, era una flecha hiloriana, no cabía duda, su punta bífida y sus plumas color escarlata la delataban, pero algo no cuadraba  para Elquíades, la idea de un enemigo acercándose a oscuras, y disparando una flecha a través de la tela de la tienda, para después huir de nuevo en la penumbra, se le antojaba poco creíble a aquel veterano.
 Los cuatro se quedaron unos minutos alrededor del que había sido su mandatario, y en silencio derramaron lágrimas por él, todos ellos menos Elquíades, no podía hacerlo, lo sentía un insulto a su memoria de guerrero. Al terminar se retiraron de la tienda, primero salieron Ferostenes, Thelos y Meroes, y por último el primer general, que cerro tras de sí la entrada a la tienda real. Cada uno se dirigió en silencio a su respectiva tienda de campaña, dispuestos a descansar, por la mañana habría mucho que hacer.
 Elquíades se recostó, su idea era dormir un poco, pero la cama se le hizo muy dura como para dormirse, y los recuerdos asaltaban su mente. Recordaba su hogar, su casa, a su esposa y sus hijos. Todas las noches los echaba en falta, y siempre temía no recordar sus caras. Temía que tanto fuego, tanta sangre, tanto hierro, borraran para siempre los rostros de su familia, sus facciones, los rizos negros de su esposa, entre los que gustaba de perderse por horas, aquellos ojos grises que le habían embrujado, hacía años ya, en aquel lejano banquete que celebraba el nacimiento del primogénito del Rey, donde sus miradas se habían unido por primera vez y para siempre.
 Sus hijos no eran más que unos pequeños cuando partió; recordaba que habían heredado su hirsuto pelo grisáceo vez de los bellos rizos de su amada, y también habían heredado su robusta complexión, serían buenos guerreros cuando cumplieran la edad para ello. En lo único que asemejaban a su madre eran en esos ojos grises tan grandes y profundos, que tanto le llenaban de regocijo cuando le miraban.
 Elquíades se sorprendió a sí mismo de cuanto recordaba. Trató de ir más allá, cuando de pequeño había sido llevado a aprender sobre la lanza, la espada, el escudo y el caballo. No contaba con más que diez años, fue allí donde conoció al que sería su rey, cuando no era sino un escuálido muchachito. Varias veces había tenido que mantenerle a raya, ya que era un niño muy pendenciero. Le vinieron a la memoria todos aquellos días donde ambos habían vuelto a sus casas con la cara colmada de moretones, los nudillos llenos de cortes, cubiertos de polvo y barro, –Son los golpes que forjan una camaradería dura como el acero. –solían decir ellos a risas. Recordando esto, Elquíades vio como las lágrimas le bajaban hacia las sienes, pero no eran lágrimas de tristeza, eran las lágrimas que conmemoraban el recuerdo de su amigo, de su hermano. Esgrimió una sonrisa, feliz de tener tan fresca su memoria todavía.
 Un último recuerdo invadió su pensamiento, aquellos tiempos cuando ambos salían por la noche a cabalgar y discutir sobre el porvenir, y el desenvolvimiento de su campaña, “La Larga Marcha” la llamaba él; no hacía mucho, se habían sentado en el borde de un peñasco que sobresalía en un lago, dejando los caballos atados a un árbol cercano. No olvidaba lo que le había dicho después de una discusión:
  –Tú, amigo mío, más que nadie has de saber cuánto odio los derramamientos de sangre cuando éstos son innecesarios; mi primogénito dentro de unos días va a cumplir los doce años, y ni siquiera puedo estar a su lado para felicitarle, y obsequiarle su primer caballo, como nos los obsequiaron a nosotros. Por ello lo que más deseo es otorgarle un reino libre de guerras y sangre… a él y también a todos los niños que crecen en nuestro reino. No deseo que pasen por lo que nosotros pasamos ¿Recuerdas? esas batallas donde nuestros amigos caían como moscas, y lo único que ganábamos a cambio eran más cicatrices en nuestros cuerpos, donde había que ignorar a la razón, y seguir en pie por más adoloridos que estuviéramos.
 –Fueron tiempos duros mi Rey –. Fue lo único que se le había ocurrido decir.
 –Sí amigo mío. Por eso es necesario que consolidemos un reino de paz para nuestros hijos; si ganamos esta guerra, habrá una paz duradera de la cual nuestros hijos podrán disfrutar; esa es mi voluntad. Mi última voluntad.
 No se dijo nada más y la conversación murió para dar vida a una charla sobre las posibles formas de las nubes pasajeras, lo que acostumbraban hacer desde niños.
 Elquíades dejó ir sus recuerdos y se decidió a dormir, tenía que guardar fuerzas para la tormenta que se avecinaba, la última de ellas. Los hilorianos, que habían sido y todavía eran los más arduos enemigos. Ahora habían reunido el grueso de sus fuerzas al pie de la entrada a las montañas, decididos a acabar con ellos. Eran un pueblo amante de la conquista y el pillaje; habían acabado con todas las ciudades al este, reduciéndolas a cenizas, y se rumoreaba que posaban sus ojos codiciosos sobre el reino de Faros. El Rey había sido sabio cuando tomó la decisión de expulsarlos, si nadie les hacía frente, terminarían por tenerlos ante las mismas puertas de sus casas.
Finalmente Elquíades despejó su mente y se prestó a dormir, pero el amanecer lo sorprendió todavía despierto.
 Como si obedeciera un mandato divino, Elquíades se colocó la armadura, las botas, y el yelmo dorado, y se ciñó el cinto con la espada envainada, salió hacia los establos en busca de su caballo, Babros. Era un caballo de magnífico porte, negro en todo su cuerpo exceptuando una mancha blancuzca en su frente y cuyas crines nunca habían sido cortadas, pues a Elquíades así le parecía más amenazador. Subió a lomos de Babros, y su paje le alcanzó la lanza y el escudo, con su respectivo blasón, un lancero de oro sobre campo de azur, con una bordura dorada que denotaba su condición de general.
 El ejército ya se formaba en los páramos de Suai Er, era allí, en esas planicies de hierbas amarillentas, donde se definiría la batalla. Las tropas se disponían en una distribución de infantería en el frente, comandado por Meroes, arqueros a la retaguardia, y la caballería a los flancos. En el flanco izquierdo comandarían Thelos y Ferostenes, y en el derecho Elquíades y… el Rey.
 Cuando Elquíades llegó al encuentro del ejército, éste ya se hallaba formado por completo, frente a ellos, antepuestos al saliente, formabase un enemigo que les doblaba en número, y en ánimos de provocar una carnicería. Había tardado más que nunca en prepararse, desconcertado, miró a sus tropas, ¡Uno de ellos lo había hecho! ¿Pero quién? ¿Quién sería lo bastante ruin como para poner fin a la vida del hombre que quería llevar la paz al reino? Trató de alejar esos pensamientos, ahora, debía concentrarse en otras cosas, sobre todo en cómo podrían contener al enemigo, si ellos fallaban, no habría defensas cuando los Hilorianos extendieran su codicia sobre Faros, su mujer e hijos serían esclavos, sus campos quemados, su casa saqueada, ¡no podía permitirlo!
 Thelos y Ferostenes se hallaban en vanos intentos de excusar la ausencia del Rey, pero los gritos de las tropas tapaban sus voces “¿Dónde está el Rey?” se les oía gritar en forma desordenada, gritaban con ferocidad, pero era miedo lo que se escondía tras sus voces, Elquíades lo veía en sus ojos, veía el miedo y el desánimo propagándose en todos los hombres, incluso en él, ¡nunca había echado tanto en falta a su amigo! sin el Rey, la batalla terminaría pronto, con funestas consecuencias.
 Repentino, un bravo clamor se escuchó desde la retaguardia “¡Allí viene el Rey!” vitoreaban los soldados, Elquíades por un momento pensó que la desesperación ya había puesto a desvariar a los pobres hombres, hasta que él vio también. Del campamento, asomaba a paso solemne el caballo de guerra real, el que Elquíades conocía bien, porque era hermano mayor de su Babros, el célebre Barithos, por completo negro como el ébano, y con las crines tan crecidas, que le bajaban por el cuello, formándole una larga cabellera. Sobre el caballo relucía la dorada armadura del Rey, con su yelmo también dorado y la larga cimera negra ondeando al viento, y su escudo orgulloso, en éste se veía el blasón real: El águila de oro coronada, con sus garras extendidas, sobre un campo de sable. Y su lanza, también dorada, ondeaba en lo alto, dándole la apariencia de uno de los grandes héroes de las leyendas antiguas. El fiel Barithos caminaba cercano a las tropas, con su jinete majestuoso, y cada vez que los hombres le veían, el valor afloraba de nuevo, y levantaban espadas y escudos, lanzas y cuanta arma tenían a modo de saludo, “¡Salve, salve nuestro Rey!” “¡Larga vida al Rey!” era lo único que se podía escuchar. 
Los hombres habían cobrado un nuevo valor, los generales habían afirmado que se hallaba preso de una terrible enfermedad, pero aun así, el Rey había acudido a la batalla, y esto les llenaba de un júbilo sin igual. Elquíades contemplaba incrédulo la situación, ¿Quién sería el impostor que había tomado la armas, y la armadura del rey, y cínicamente había montado su corcel? Trató de ver la cara del jinete cuando éste se situó a su lado, pero se hallaba harto cansado como para concentrar la mirada, y el reflejo del sol saliente enceguecía su vista; el jinete inclinó su cabeza a modo de saludo y se alejó de él, se situó frente a todo el ejército, y movió su cabeza con lentitud de lado a lado, como si tratara de encontrar su mirada con la de cada soldado. Allí donde miraba, el fuego de la batalla refulgía en los ojos de los hombres, incluso en los generales Thelos, Ferostenes y Meroes, para sorpresa de Elquíades –El amor que le tenían al rey puede más que todo –pensó. Todos estaban invadidos de furor; aunque entre todos los hombres, le pareció ver que había uno al que no se le denotaba el valor, sino una mueca de incredulidad, Elquíades se sorprendió de verlo en su línea de caballería; aquel quien miraba la situación con ojos encendidos, no de valor sino de sorpresa, como si supiera la verdad detrás de todo. No tardó Elquíades en reconocerlo, era el anterior paje del Rey: Gersos era su nombre, hacía tiempo que no lo veía. ¿Cómo podía él permanecer impávido frente al espectáculo que daba el supuesto Rey? ¿Por qué no se hallaba perdido en ánimos como los demás? Él debía de saber la verdad, ¡Debía de ser el asesino! Pero por el momento Elquíades no podía echar a perder la situación por una sospecha, por una mera conjetura. Decidió que cuando la batalla terminara, si es que sobrevivía, arreglaría las cuentas en persona con su sospechoso.
 De pronto, el caballo del Rey se encabritó, y el jinete sacudió su lanza en el aire “¡Raeh um Raeh!” gritó con fuerza tal que el eco se sintió en las montañas, más allá de los páramos “¡Hermano con  hermano!” Tal vez significara, Raeh significaba tanto hermano como escudo. Era el grito de guerra que acompañara a los Farosienses desde tiempos inmemoriales, “Raeh um Raeh” gritaron fieramente los soldados a la vez, pero ésta vez era el valor y el regocijo el que inundaba sus interiores, no el miedo. “Raeh um Raeh” gritó otra vez el jinete  y se lanzó a un estruendoso galope, contra las filas enemigas, pero no se hallaba solo, porque los jinetes de su escuadra le acompañaban, y antes de poder reaccionar siquiera, Elquíades estaba galopando junto a sus hombres. No sabía la razón, pero aquel hombre, que había tomado el lugar del Rey, le infundaba ánimos, y le envalentonaba. Deseaba confiar en él, no entendía por qué, pero ninguna otra cosa había en su mente. Detrás de la caballería, Meroes y sus infantes juntaron sus escudos, de ocho lados, y cóncavos en los extremos, para que las espadas pudieran pasar, y avanzaron a su vez, hacia el fin de la guerra. Tan disciplinados estaban, que sus pasos sucedían al unísono, y hacían retemblar la tierra, y el sonido de sus pisadas parecía los golpes que diera un gigante de montaña sobre un titánico tambor de guerra. Atrás, los arqueros disparaban sus dardos contra la vanguardia del adversario, dando origen a una lluvia de mortales saetas de roble.
 Elquíades cabalgaba lado a lado con Barithos y su jinete, pero no podía verle la cara por más que se esforzase; optó entonces por concentrarse en la batalla, y en ese momento, ignorando todo rastro de prudencia, ambos hermanos corceles galoparon furiosamente, con sus jinetes aullando enloquecidos, y cuando llegaron al encuentro del flanco hiloriano, pasaron sobre ellos como si fueran simples malezas, ignorando espadas y lanzas y dejando tras de sí un reguero de carne aplastada. Una y otra vez los jinetes embestían como una sola punta los costados enemigos, haciendo honor al nombre que se le daba a la caballería de Faros, “La Lanza del Alba” así era llamada tanto por aliados como por oponentes, y temida enormemente si se hallaba en el bando contrario.
 El supuesto Rey iba a la cabeza, sembrando muerte y miedo por doquier, y su lanza, antes dorada, teñíase de rojo. A pesar de las bajas, los hilorianos lograron reagruparse y hacer frente a los jinetes, que tuvieron que retirarse para una nueva embestida, pero en ese momento, una lluvia de dardos cayó sobre ellos, los arqueros hilorianos, célebres por su ojo certero, estaban vaciando sus carcajes sobre los jinetes de la Lanza. Una de las flechas fue a dar en pleno pecho del jinete en la armadura del Rey. Desafortunadamente, todos los Farosienses vislumbraron la escena, y el fuego de sus ojos se extinguió, y las fuerzas que antes mostraban comenzaron a flaquear, pero el jinete magnífico detuvo a Barithos, clavó su lanza en el suelo y con su mano arrancó la flecha de su pecho, y la arrojó con tal fuerza, que fue a caer a los pies de los arqueros hilorianos. Tomó de nuevo su lanza áurea, y gritó con terrible voz “¡Raeh um Raeh!”. – ¡Raeh um Raeh!- respondieron los soldados, esta vez más fuerte que nunca, y el fuego volvió a encenderse en sus miradas y en sus corazones, y avanzaron inexorablemente contra sus enemigos.
 La infantería llegó al encuentro de la vanguardia hiloriana y aprestando sus escudos, comenzaron a hacer bajar sus aceros sobre quienes estuvieran en su camino. Y Mientras que en los ojos Farosienses se iluminaba el fuego furioso, en los hombres de Hiloria los ojos se oscurecían de miedo y desesperación, y muchos lamentaban el siquiera haber osado plantarles cara a los valientes soldados de Faros, y gritaban de terror y caían por montones bajo la feroz acometida de la infantería, que avanzaba empujando con sus escudos, y haciendo bailar las espadas sobre los acobardados hilorianos, certeras, implacables, imparables.
 La Lanza pronto agotó las fuerzas de la retaguardia Hiloriana; ya no quedaba mucho por hacer, solo se interponía ante la victoria el jefe hiloriano, ondeando su estandarte, una sierpe de cobre reptando en un campo de sinople, ferozmente protegido por sus jinetes. El falso rey se lanzó al galope contra ellos, Elquíades lo vio, y si bien no era su rey, se lanzó a acompañarle, pues a ese impostor  le debían la batalla. Detrás de él, los demás jinetes de Faros picaron espuelas a sus caballos, decididos a terminar el combate. El choque de fuerzas fue terrible, centenares de lanzas estallaron en añicos por doquier, y la sangre de muchos regó la tierra. Finalmente, Elquíades tuvo  frente a él al jefe de Hiloria, pero antes que pudiera entablar combate con él, el falso rey interpuso su lanza en el camino, indicándole en el gesto que él sería quien enfrentara al adversario. Dejó su lanza en manos de Elquíades, desenvainó su espada, y espoleó su caballo en dirección al jefe, que a su vez alzó su espada, aunque demasiado tarde; la espada del rey, certera y rápida como un rayo, trazó un arco brilloso, y separó para siempre la cabeza de los hombros del jefe; entonces la última defensa enemiga se tornó en un desordenado intento de fuga. Para la caída del sol, el resultado de la batalla ya había sido decidido.
 Los cadáveres de los hilorianos se apiñaban por dondequiera que se mirase, y los carroñeros se acercaban cautelosamente para darse un festín con la matanza. Mientras, los Farosienses cantaban y lanzaban vítores, y se inundaban de felicidad ¡La Gran Marcha había por fin terminado! Elquíades ordenó a los soldados que se perdonase la vida de aquellos supervivientes hilorianos que suplicasen clemencia y abandonó a sus compañeros. Había sido herido en una pierna, y rojos hilos le llegaban hasta el tobillo, pero no hacía caso al dolor, no era primordial, tenía que encontrar al paje Gersos, aquel muchacho tendría mucho que explicar.
 No tardó mucho en encontrarlo, se hallaba tendido en el suelo, exánime, con más de una flecha erizando su torso; en su cinto colgaba un pequeño saco, Elquíades lo abrió con la lanza del rey, que todavía llevaba en su mano, y de él rebalsó un manojo de monedas de oro con el sello de la sierpe, el ya mencionado emblema de los hilorianos; había dado con el traidor. Elquíades se preguntó cuánto oro valdría tomar a traición la vida de un rey y amigo, esperó que el desgraciado, al menos, hubiese cobrado una suma cuantiosa por su crimen.  –Ha obtenido lo que se merecía. –se dijo, y se alejó del cuerpo. Ahora tenía otro asunto por resolver: la identidad del impostor. Miró a su alrededor y en la distancia vislumbró al caballo Barithos, alejándose con el jinete hacia el campamento, éste se bamboleaba sobre su silla. Subió a lomos de Babros y se dirigió en un galope veloz detrás de aquel hombre. Debía ajusticiarlo, si bien había sido gracias a él que obtuvieron una gloriosa victoria, había profanado la memoria de su Rey, y robado sus pertenencias, y eso lo habría de pagar. A su persecución se unieron los demás generales. Cuando casi llegaban al campamento, descubrieron al jinete que se apeaba del caballo, el cual se tendió exhausto en el suelo, y se dirigió con pasos pesados a la tienda real. Una vez se introdujo en ella, Elquíades, Thelos, Meroes y Ferostenes la rodearon esperando que alguien saliera, pero nadie salió. Al cabo de unos minutos, se decidieron por entrar; cada uno rasgo la tela de la tienda y entró por un lado diferente, para que no pudiera escapar quien estuviera en ella. Pero una vez dentro sólo vieron la armadura, yelmo, escudo y espada ensangrentada sobre la mesa y detrás al rey sin vida, todavía  recostado. Ninguno de ellos logró explicarse qué había sucedido. Elquíades se paró a un lado de la cama donde el Rey yacía exánime, vio que una nueva luz bañaba su rostro, en su boca se descubría una sonrisa.
 –Tan testarudo –murmuró riendo –Que ni las alas negras de la muerte pudieron apartarte de tu objetivo.
 Ferostenes se acercó a él. –No entiendo, ¿Qué es lo que ha pasado? –Dijo – ¿Qué fue lo que hemos visto hoy?
Elquíades levantó su rostro y miró a los confusos generales. 
 –Sólo el cumplimiento de la última voluntad del Rey. 
 Sin decir más, salió de la tienda dispuesto a anunciar la muerte del rey y ordenar los preparativos para las exequias.
 Y después, emprendería el regreso a casa.