miércoles, 29 de octubre de 2014

Alta Burra

 El día parecía extraído de un comercial de bebidas light: sol arriba, con un par de esas nubes que se apartan como en la intro de Los Simpsons, la temperatura ideal te hacía olvidar de que hubiera calentamiento global alguno, y los pájaros entonaban sus cánticos de cancha. Con mi culo puesto en aquel banquito lo tenía todo para un día idílico; sólo me faltaba la compañía de una hermosa mujer, asunto que se solucionaría sin problemas en unos segundos, cuando Jose me tapara los ojos y preguntase quién era; en tres, dos, uno…
 – ¿Quién soy? –preguntó una voz que pretendía simular un tono grave.
 – ¿La Duquesa de Alba?
 Estaba difícil.
 –Frío frío.
 – ¿Ron Perlman?
 Jose se rio –Sos un asco Leonardo, le tenés ganas a Ron Perlman.
 –No seas así Josefina. Hay que probar nuevas cosas nena –. Me levanté para saludarla y comenzó nuestra caminata de la manito, algo que de ser sincero me resultaba un detalle boludo aunque lindo; como tener veinticuatro años y tomar chocolatada Nesquik. Dulce inmadurez.
 El centro estaba casi vacío, finde largo y todo el mundo se va de vacaciones, lo que convertía las otrora ajetreadas calles en lugares de silencio y descanso de la sociedad, y uno podía caminar en la máxima relajación sin pensar en que alguien lo apuraba para llegar temprano a  lugares que de todas formas no tenían importancia.
 Recién unas cuadras más adelante, en medio de una charla sobre los Gliptodontes, vimos algunas caripelas. Pensé que era uno solo, pero resultaron ser dos tipos, que tomaban una birra sentados en escalones de algún negocio cerrado. Sentí cómo Jose se apuró nada más verlos, me di cuenta de la causa cuando vi las miradas que le daban, gente incómoda hay en todos lados. –Con mirar no se lastima a nadie –pensé para tranquilizarme, y sin cesar mi charla hicimos el intento de pasarles de largo.
  –Eh, alta burra amiga.
Sólo escuchar esa frase a nuestras espaldas bastó para que al segundo todo rastro de tranquilidad que había rejuntado se fugara más allá de Júpiter; Quise en ese momento aminorar mi marcha para responder algo, y Jose me indicó con un tirón de mano que no lo hiciera.
  –Eh, alta burra dije.
  Esta vez fue más fuerte. No habíamos dado ni siquiera tres pasos más.
 Frené a pesar de los tirones que Jose me daba. A decir verdad no tenía ni la menor intención de meterme en una pelea, por lo que se me ocurrió resolver el asunto con un chiste; di la media vuelta y miré al que supuse que había hablado, ya que el otro se limitaba a reírse como guanaco y nada más.
 –Ay, gracias papi –le dije con el mejor tonito musical que me haya salido jamás. Ojalá la cosa fuera a terminar ahí. Se ve que si hay un Dios, se caga de risa de los ojalá.
 El tipo me miró con la seguridad que tiene un Paulo Coelho al decir una pelotudez –No te lo decía a vos –. Luego miró a Jose –Se lo decía a tu novia –agregó.
 En esos momentos es cuando uno le puede decir adiós al pensamiento coherente y fresco, mi cabeza era como una pava puesta a hervir y olvidada. Toda mi sangre se había concentrado en las sienes, y de pronto el calentamiento global se sintió y se sintió fuerte.
– ¿Cómo? –. Me solté de la mano que tiraba el freno de mano y me puse tan cerca como para evaluar la fisonomía del que había proferido el “piropo”; él se paraba, casi una cabeza más que yo, para recibirme, botella en mano. Esa cara que tenía había conocido muchas manos, manos más grandes y pesadas que la mía. Algunos dientes le habían dicho adiós hace años, y la nariz coleccionaba fisuras. Para colmo su atuendo futbolero no ayudaba a su imagen. Una de las rodillas me bailaba, la otra le seguía el ritmo como mejor le salía, pero ya no me podía echar atrás.
 – ¿Cómo? –Repetí – ¿En serio estás diciendo, que no tengo alta burra? –. Enfaticé el “Alta burra” con una de mis mejores trompadas, por ahí su cerveza estaba de mi parte, porque él perdió el equilibrio y se desparramó sobre las baldosas; su botella no conoció mejor destino ya que fue a romperse contra una toma de gas. Amagó a levantarse, pero le ayudé a reposar con un pie en las costillas.
 –Que yo no tengo alta burra ¿Eh? –. Patada. Entretanto miraba a su amigo, que nos observaba pasmado en un rincón que se había construido en los escalones, pedazo de amigo era. De fondo escuchaba una voz aguda que llamaba “Leo” a los gritos, Jose me gritaba que pare, pero no podía atender, no me iba a ir sin que me dijeran lo que correspondía por mi figura.
 –Decime que tengo alta burra amigo–. Otra patada –Decime –. Otra –Que tengo –. Otra más –Alta burra –. La de gracia – ¡Decímelo loco!
Quizá lo dijo, quizá no, no entendí su primer balbuceo. Le di un pie, literalmente, para que lo dijera de forma clara.
–Está bien, sí –dijo con la voz temblando.
– ¿Sí qué? –. Le grité porque hacerme el malo a estas alturas ya no importaba.
– ¡Que tenés alta burra amigo! Dejá de pegarme –soltó con un grito agudo.
–Ya sé que tengo alta burra –. Le metí un último patadón, tal vez el más fuerte – ¿Pero no oíste a las feministas? eso es acoso callejero gil.
 Abandoné la escena como quien derrota a un jefe en película de acción de sábado, el que además se queda con la chica. Bueno, lo segundo casi, porque después de aquel incidente Jose no me quiso hablar más; creo que se asustó por mi hambre de halagos callejeros. Una lástima, una verdadera lástima, porque para ser sinceros, sí que tenía alta burra.


Voluntad de Rey

 Elquíades echó otra mirada al cuerpo, tan atónito como devastado.
  ­– ¿Cómo ha podido pasar esto? ¡Y bajo nuestra vista! –exclamó, aunque haciendo un dificultoso intento de disminuir su voz. Nadie debía enterarse de lo que había sucedido, al menos no todavía.
 –No podría decirlo; su tienda daba a los páramos –le contestó Ferostenes, todavía trémulo. 
 –Más allá están ellos. Sí, uno de ellos podría haberse acercado, protegido por las tinieblas nocturnas y haberlo hecho.
  A Elquíades le hubiese gustado confiar en esa respuesta, pero él bien sabía que de haberse acercado uno de los enemigos al amparo de la noche, tarde o temprano los centinelas le hubiesen avistado. La respuesta era mucho más simple, y el culpable mucho más cercano. Lo sabía, aunque no quería reconocerlo, en su interior todavía guardaba la esperanza de que todo fuera una simple fantasía. Miró de nuevo al que había sido su rey, y también su mejor amigo; yacía en el suelo, con su cara mirando al techo de la tienda, parecía dormir plácidamente, si no fuera por la flecha que sobresalía de su pecho. Una sola flecha, rauda y sigilosa, había penetrado furtiva en la tienda y acabado con la vida de quien fuera el más bravo guerrero que tuvo la oportunidad de conocer. Las piernas le temblaban, y las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y su corazón le llamaba a hincarse sobre sus rodillas y llorar la pérdida, pero no podía hacerlo, no habiendo tanto por hacer. Elquíades había sido criado como un guerrero desde muy pequeño, y en sus años había aprendido que el deber era lo más esencial; ya habría tiempo para lágrimas y plañidos cuando las batallas terminaran. Ahora tenía un deber para con su reino, y su difunto rey, y no debía dejarse distraer por sus sentimientos, ni siquiera cuando éstos le quemaran el pensamiento. Era ya la medianoche, y al alba tendrían la batalla –la última de ellas –pensó Elquíades, después podrían volver al hogar. –Mi hogar… –Se encontró a sí mismo murmurando. Hacía ya cuatro largos años desde que había dejado su hogar junto a sus compañeros, en pos de la conquista, marchando por desiertos y praderas, soportando los fríos lacerantes y calores sofocantes, a través de vientos que cortan cual hoja de cuchillo y de tierras escarpadas donde nada crece, sin flaquear nunca sus fuerzas, pero ahora podía percibir cómo éstas le abandonaban, ¿Qué era lo que debía hacer? De súbito reaccionó y se dio cuenta que los otros generales le estaban viendo fijamente.
 – ¿Qué? ¿Qué queréis?
 –Te hemos preguntado qué debemos hacer Elquíades, ¿Estás bien?
 –Sí, sí... –. Aunque a simple vista se evidenciara que no  –Es claro que las tropas no deben enterarse de lo que ha sucedido.
 – ¿Hablas de mentirle a nuestros hombres? Esos muchachos confían ciegamente en nosotros –. Meroes, el tercer general del ejército, siempre había vivido por y para la batalla, y los hombres a su cargo eran casi sus hermanos.
 –No podemos decirles lo que ha sucedido, viejo amigo –. Elquíades se volvió hacia Meroes –La moral ya está baja, y mejor no hablar sobre las posibles deserciones y suicidios. Nuestra victoria mañana depende por entero de su fuerza.
 – ¿Y qué haremos Primer General? ¿Cómo ocultaremos la ausencia del rey en el campo de batalla? –Preguntó Thelos, que hasta entonces no había formulado palabra.
 –Diremos que el Rey ha enfermado gravemente, no es una buena excusa, pero es mejor que la muerte. Nosotros llevaremos su estandarte de batalla al amanecer, conduciremos el ejército desde el frente, y terminaremos la guerra. Podremos emprender el regreso a casa cuando todo acabe.
 Al oírse aquella palabra, el peso de la añoranza agobió la mirada de los generales, y una atmósfera aún más pesada invadió la tienda –Extrañan sus hogares tanto o más que yo ­–dijo Elquíades para sus adentros, el mencionarlo no había sido buena idea por parte de él. Los tres eran hombres duros, tenaces, que soportaron junto a él incontables enfrentamientos, pero la nostalgia es siempre capaz de doblegar incluso al hombre más duro, como el calor termina por doblar al hierro.
 – Vayamos a descansar –dijo –. Después de la batalla prepararemos las exequias del Rey y daremos parte a los soldados. Ha sido un día largo y mañana necesitaremos el completo de nuestras fuerzas.
 Acomodaron el cuerpo del Rey sobre su cama, y extrajeron con cuidado la flecha de su cuerpo, era una flecha hiloriana, no cabía duda, su punta bífida y sus plumas color escarlata la delataban, pero algo no cuadraba  para Elquíades, la idea de un enemigo acercándose a oscuras, y disparando una flecha a través de la tela de la tienda, para después huir de nuevo en la penumbra, se le antojaba poco creíble a aquel veterano.
 Los cuatro se quedaron unos minutos alrededor del que había sido su mandatario, y en silencio derramaron lágrimas por él, todos ellos menos Elquíades, no podía hacerlo, lo sentía un insulto a su memoria de guerrero. Al terminar se retiraron de la tienda, primero salieron Ferostenes, Thelos y Meroes, y por último el primer general, que cerro tras de sí la entrada a la tienda real. Cada uno se dirigió en silencio a su respectiva tienda de campaña, dispuestos a descansar, por la mañana habría mucho que hacer.
 Elquíades se recostó, su idea era dormir un poco, pero la cama se le hizo muy dura como para dormirse, y los recuerdos asaltaban su mente. Recordaba su hogar, su casa, a su esposa y sus hijos. Todas las noches los echaba en falta, y siempre temía no recordar sus caras. Temía que tanto fuego, tanta sangre, tanto hierro, borraran para siempre los rostros de su familia, sus facciones, los rizos negros de su esposa, entre los que gustaba de perderse por horas, aquellos ojos grises que le habían embrujado, hacía años ya, en aquel lejano banquete que celebraba el nacimiento del primogénito del Rey, donde sus miradas se habían unido por primera vez y para siempre.
 Sus hijos no eran más que unos pequeños cuando partió; recordaba que habían heredado su hirsuto pelo grisáceo vez de los bellos rizos de su amada, y también habían heredado su robusta complexión, serían buenos guerreros cuando cumplieran la edad para ello. En lo único que asemejaban a su madre eran en esos ojos grises tan grandes y profundos, que tanto le llenaban de regocijo cuando le miraban.
 Elquíades se sorprendió a sí mismo de cuanto recordaba. Trató de ir más allá, cuando de pequeño había sido llevado a aprender sobre la lanza, la espada, el escudo y el caballo. No contaba con más que diez años, fue allí donde conoció al que sería su rey, cuando no era sino un escuálido muchachito. Varias veces había tenido que mantenerle a raya, ya que era un niño muy pendenciero. Le vinieron a la memoria todos aquellos días donde ambos habían vuelto a sus casas con la cara colmada de moretones, los nudillos llenos de cortes, cubiertos de polvo y barro, –Son los golpes que forjan una camaradería dura como el acero. –solían decir ellos a risas. Recordando esto, Elquíades vio como las lágrimas le bajaban hacia las sienes, pero no eran lágrimas de tristeza, eran las lágrimas que conmemoraban el recuerdo de su amigo, de su hermano. Esgrimió una sonrisa, feliz de tener tan fresca su memoria todavía.
 Un último recuerdo invadió su pensamiento, aquellos tiempos cuando ambos salían por la noche a cabalgar y discutir sobre el porvenir, y el desenvolvimiento de su campaña, “La Larga Marcha” la llamaba él; no hacía mucho, se habían sentado en el borde de un peñasco que sobresalía en un lago, dejando los caballos atados a un árbol cercano. No olvidaba lo que le había dicho después de una discusión:
  –Tú, amigo mío, más que nadie has de saber cuánto odio los derramamientos de sangre cuando éstos son innecesarios; mi primogénito dentro de unos días va a cumplir los doce años, y ni siquiera puedo estar a su lado para felicitarle, y obsequiarle su primer caballo, como nos los obsequiaron a nosotros. Por ello lo que más deseo es otorgarle un reino libre de guerras y sangre… a él y también a todos los niños que crecen en nuestro reino. No deseo que pasen por lo que nosotros pasamos ¿Recuerdas? esas batallas donde nuestros amigos caían como moscas, y lo único que ganábamos a cambio eran más cicatrices en nuestros cuerpos, donde había que ignorar a la razón, y seguir en pie por más adoloridos que estuviéramos.
 –Fueron tiempos duros mi Rey –. Fue lo único que se le había ocurrido decir.
 –Sí amigo mío. Por eso es necesario que consolidemos un reino de paz para nuestros hijos; si ganamos esta guerra, habrá una paz duradera de la cual nuestros hijos podrán disfrutar; esa es mi voluntad. Mi última voluntad.
 No se dijo nada más y la conversación murió para dar vida a una charla sobre las posibles formas de las nubes pasajeras, lo que acostumbraban hacer desde niños.
 Elquíades dejó ir sus recuerdos y se decidió a dormir, tenía que guardar fuerzas para la tormenta que se avecinaba, la última de ellas. Los hilorianos, que habían sido y todavía eran los más arduos enemigos. Ahora habían reunido el grueso de sus fuerzas al pie de la entrada a las montañas, decididos a acabar con ellos. Eran un pueblo amante de la conquista y el pillaje; habían acabado con todas las ciudades al este, reduciéndolas a cenizas, y se rumoreaba que posaban sus ojos codiciosos sobre el reino de Faros. El Rey había sido sabio cuando tomó la decisión de expulsarlos, si nadie les hacía frente, terminarían por tenerlos ante las mismas puertas de sus casas.
Finalmente Elquíades despejó su mente y se prestó a dormir, pero el amanecer lo sorprendió todavía despierto.
 Como si obedeciera un mandato divino, Elquíades se colocó la armadura, las botas, y el yelmo dorado, y se ciñó el cinto con la espada envainada, salió hacia los establos en busca de su caballo, Babros. Era un caballo de magnífico porte, negro en todo su cuerpo exceptuando una mancha blancuzca en su frente y cuyas crines nunca habían sido cortadas, pues a Elquíades así le parecía más amenazador. Subió a lomos de Babros, y su paje le alcanzó la lanza y el escudo, con su respectivo blasón, un lancero de oro sobre campo de azur, con una bordura dorada que denotaba su condición de general.
 El ejército ya se formaba en los páramos de Suai Er, era allí, en esas planicies de hierbas amarillentas, donde se definiría la batalla. Las tropas se disponían en una distribución de infantería en el frente, comandado por Meroes, arqueros a la retaguardia, y la caballería a los flancos. En el flanco izquierdo comandarían Thelos y Ferostenes, y en el derecho Elquíades y… el Rey.
 Cuando Elquíades llegó al encuentro del ejército, éste ya se hallaba formado por completo, frente a ellos, antepuestos al saliente, formabase un enemigo que les doblaba en número, y en ánimos de provocar una carnicería. Había tardado más que nunca en prepararse, desconcertado, miró a sus tropas, ¡Uno de ellos lo había hecho! ¿Pero quién? ¿Quién sería lo bastante ruin como para poner fin a la vida del hombre que quería llevar la paz al reino? Trató de alejar esos pensamientos, ahora, debía concentrarse en otras cosas, sobre todo en cómo podrían contener al enemigo, si ellos fallaban, no habría defensas cuando los Hilorianos extendieran su codicia sobre Faros, su mujer e hijos serían esclavos, sus campos quemados, su casa saqueada, ¡no podía permitirlo!
 Thelos y Ferostenes se hallaban en vanos intentos de excusar la ausencia del Rey, pero los gritos de las tropas tapaban sus voces “¿Dónde está el Rey?” se les oía gritar en forma desordenada, gritaban con ferocidad, pero era miedo lo que se escondía tras sus voces, Elquíades lo veía en sus ojos, veía el miedo y el desánimo propagándose en todos los hombres, incluso en él, ¡nunca había echado tanto en falta a su amigo! sin el Rey, la batalla terminaría pronto, con funestas consecuencias.
 Repentino, un bravo clamor se escuchó desde la retaguardia “¡Allí viene el Rey!” vitoreaban los soldados, Elquíades por un momento pensó que la desesperación ya había puesto a desvariar a los pobres hombres, hasta que él vio también. Del campamento, asomaba a paso solemne el caballo de guerra real, el que Elquíades conocía bien, porque era hermano mayor de su Babros, el célebre Barithos, por completo negro como el ébano, y con las crines tan crecidas, que le bajaban por el cuello, formándole una larga cabellera. Sobre el caballo relucía la dorada armadura del Rey, con su yelmo también dorado y la larga cimera negra ondeando al viento, y su escudo orgulloso, en éste se veía el blasón real: El águila de oro coronada, con sus garras extendidas, sobre un campo de sable. Y su lanza, también dorada, ondeaba en lo alto, dándole la apariencia de uno de los grandes héroes de las leyendas antiguas. El fiel Barithos caminaba cercano a las tropas, con su jinete majestuoso, y cada vez que los hombres le veían, el valor afloraba de nuevo, y levantaban espadas y escudos, lanzas y cuanta arma tenían a modo de saludo, “¡Salve, salve nuestro Rey!” “¡Larga vida al Rey!” era lo único que se podía escuchar. 
Los hombres habían cobrado un nuevo valor, los generales habían afirmado que se hallaba preso de una terrible enfermedad, pero aun así, el Rey había acudido a la batalla, y esto les llenaba de un júbilo sin igual. Elquíades contemplaba incrédulo la situación, ¿Quién sería el impostor que había tomado la armas, y la armadura del rey, y cínicamente había montado su corcel? Trató de ver la cara del jinete cuando éste se situó a su lado, pero se hallaba harto cansado como para concentrar la mirada, y el reflejo del sol saliente enceguecía su vista; el jinete inclinó su cabeza a modo de saludo y se alejó de él, se situó frente a todo el ejército, y movió su cabeza con lentitud de lado a lado, como si tratara de encontrar su mirada con la de cada soldado. Allí donde miraba, el fuego de la batalla refulgía en los ojos de los hombres, incluso en los generales Thelos, Ferostenes y Meroes, para sorpresa de Elquíades –El amor que le tenían al rey puede más que todo –pensó. Todos estaban invadidos de furor; aunque entre todos los hombres, le pareció ver que había uno al que no se le denotaba el valor, sino una mueca de incredulidad, Elquíades se sorprendió de verlo en su línea de caballería; aquel quien miraba la situación con ojos encendidos, no de valor sino de sorpresa, como si supiera la verdad detrás de todo. No tardó Elquíades en reconocerlo, era el anterior paje del Rey: Gersos era su nombre, hacía tiempo que no lo veía. ¿Cómo podía él permanecer impávido frente al espectáculo que daba el supuesto Rey? ¿Por qué no se hallaba perdido en ánimos como los demás? Él debía de saber la verdad, ¡Debía de ser el asesino! Pero por el momento Elquíades no podía echar a perder la situación por una sospecha, por una mera conjetura. Decidió que cuando la batalla terminara, si es que sobrevivía, arreglaría las cuentas en persona con su sospechoso.
 De pronto, el caballo del Rey se encabritó, y el jinete sacudió su lanza en el aire “¡Raeh um Raeh!” gritó con fuerza tal que el eco se sintió en las montañas, más allá de los páramos “¡Hermano con  hermano!” Tal vez significara, Raeh significaba tanto hermano como escudo. Era el grito de guerra que acompañara a los Farosienses desde tiempos inmemoriales, “Raeh um Raeh” gritaron fieramente los soldados a la vez, pero ésta vez era el valor y el regocijo el que inundaba sus interiores, no el miedo. “Raeh um Raeh” gritó otra vez el jinete  y se lanzó a un estruendoso galope, contra las filas enemigas, pero no se hallaba solo, porque los jinetes de su escuadra le acompañaban, y antes de poder reaccionar siquiera, Elquíades estaba galopando junto a sus hombres. No sabía la razón, pero aquel hombre, que había tomado el lugar del Rey, le infundaba ánimos, y le envalentonaba. Deseaba confiar en él, no entendía por qué, pero ninguna otra cosa había en su mente. Detrás de la caballería, Meroes y sus infantes juntaron sus escudos, de ocho lados, y cóncavos en los extremos, para que las espadas pudieran pasar, y avanzaron a su vez, hacia el fin de la guerra. Tan disciplinados estaban, que sus pasos sucedían al unísono, y hacían retemblar la tierra, y el sonido de sus pisadas parecía los golpes que diera un gigante de montaña sobre un titánico tambor de guerra. Atrás, los arqueros disparaban sus dardos contra la vanguardia del adversario, dando origen a una lluvia de mortales saetas de roble.
 Elquíades cabalgaba lado a lado con Barithos y su jinete, pero no podía verle la cara por más que se esforzase; optó entonces por concentrarse en la batalla, y en ese momento, ignorando todo rastro de prudencia, ambos hermanos corceles galoparon furiosamente, con sus jinetes aullando enloquecidos, y cuando llegaron al encuentro del flanco hiloriano, pasaron sobre ellos como si fueran simples malezas, ignorando espadas y lanzas y dejando tras de sí un reguero de carne aplastada. Una y otra vez los jinetes embestían como una sola punta los costados enemigos, haciendo honor al nombre que se le daba a la caballería de Faros, “La Lanza del Alba” así era llamada tanto por aliados como por oponentes, y temida enormemente si se hallaba en el bando contrario.
 El supuesto Rey iba a la cabeza, sembrando muerte y miedo por doquier, y su lanza, antes dorada, teñíase de rojo. A pesar de las bajas, los hilorianos lograron reagruparse y hacer frente a los jinetes, que tuvieron que retirarse para una nueva embestida, pero en ese momento, una lluvia de dardos cayó sobre ellos, los arqueros hilorianos, célebres por su ojo certero, estaban vaciando sus carcajes sobre los jinetes de la Lanza. Una de las flechas fue a dar en pleno pecho del jinete en la armadura del Rey. Desafortunadamente, todos los Farosienses vislumbraron la escena, y el fuego de sus ojos se extinguió, y las fuerzas que antes mostraban comenzaron a flaquear, pero el jinete magnífico detuvo a Barithos, clavó su lanza en el suelo y con su mano arrancó la flecha de su pecho, y la arrojó con tal fuerza, que fue a caer a los pies de los arqueros hilorianos. Tomó de nuevo su lanza áurea, y gritó con terrible voz “¡Raeh um Raeh!”. – ¡Raeh um Raeh!- respondieron los soldados, esta vez más fuerte que nunca, y el fuego volvió a encenderse en sus miradas y en sus corazones, y avanzaron inexorablemente contra sus enemigos.
 La infantería llegó al encuentro de la vanguardia hiloriana y aprestando sus escudos, comenzaron a hacer bajar sus aceros sobre quienes estuvieran en su camino. Y Mientras que en los ojos Farosienses se iluminaba el fuego furioso, en los hombres de Hiloria los ojos se oscurecían de miedo y desesperación, y muchos lamentaban el siquiera haber osado plantarles cara a los valientes soldados de Faros, y gritaban de terror y caían por montones bajo la feroz acometida de la infantería, que avanzaba empujando con sus escudos, y haciendo bailar las espadas sobre los acobardados hilorianos, certeras, implacables, imparables.
 La Lanza pronto agotó las fuerzas de la retaguardia Hiloriana; ya no quedaba mucho por hacer, solo se interponía ante la victoria el jefe hiloriano, ondeando su estandarte, una sierpe de cobre reptando en un campo de sinople, ferozmente protegido por sus jinetes. El falso rey se lanzó al galope contra ellos, Elquíades lo vio, y si bien no era su rey, se lanzó a acompañarle, pues a ese impostor  le debían la batalla. Detrás de él, los demás jinetes de Faros picaron espuelas a sus caballos, decididos a terminar el combate. El choque de fuerzas fue terrible, centenares de lanzas estallaron en añicos por doquier, y la sangre de muchos regó la tierra. Finalmente, Elquíades tuvo  frente a él al jefe de Hiloria, pero antes que pudiera entablar combate con él, el falso rey interpuso su lanza en el camino, indicándole en el gesto que él sería quien enfrentara al adversario. Dejó su lanza en manos de Elquíades, desenvainó su espada, y espoleó su caballo en dirección al jefe, que a su vez alzó su espada, aunque demasiado tarde; la espada del rey, certera y rápida como un rayo, trazó un arco brilloso, y separó para siempre la cabeza de los hombros del jefe; entonces la última defensa enemiga se tornó en un desordenado intento de fuga. Para la caída del sol, el resultado de la batalla ya había sido decidido.
 Los cadáveres de los hilorianos se apiñaban por dondequiera que se mirase, y los carroñeros se acercaban cautelosamente para darse un festín con la matanza. Mientras, los Farosienses cantaban y lanzaban vítores, y se inundaban de felicidad ¡La Gran Marcha había por fin terminado! Elquíades ordenó a los soldados que se perdonase la vida de aquellos supervivientes hilorianos que suplicasen clemencia y abandonó a sus compañeros. Había sido herido en una pierna, y rojos hilos le llegaban hasta el tobillo, pero no hacía caso al dolor, no era primordial, tenía que encontrar al paje Gersos, aquel muchacho tendría mucho que explicar.
 No tardó mucho en encontrarlo, se hallaba tendido en el suelo, exánime, con más de una flecha erizando su torso; en su cinto colgaba un pequeño saco, Elquíades lo abrió con la lanza del rey, que todavía llevaba en su mano, y de él rebalsó un manojo de monedas de oro con el sello de la sierpe, el ya mencionado emblema de los hilorianos; había dado con el traidor. Elquíades se preguntó cuánto oro valdría tomar a traición la vida de un rey y amigo, esperó que el desgraciado, al menos, hubiese cobrado una suma cuantiosa por su crimen.  –Ha obtenido lo que se merecía. –se dijo, y se alejó del cuerpo. Ahora tenía otro asunto por resolver: la identidad del impostor. Miró a su alrededor y en la distancia vislumbró al caballo Barithos, alejándose con el jinete hacia el campamento, éste se bamboleaba sobre su silla. Subió a lomos de Babros y se dirigió en un galope veloz detrás de aquel hombre. Debía ajusticiarlo, si bien había sido gracias a él que obtuvieron una gloriosa victoria, había profanado la memoria de su Rey, y robado sus pertenencias, y eso lo habría de pagar. A su persecución se unieron los demás generales. Cuando casi llegaban al campamento, descubrieron al jinete que se apeaba del caballo, el cual se tendió exhausto en el suelo, y se dirigió con pasos pesados a la tienda real. Una vez se introdujo en ella, Elquíades, Thelos, Meroes y Ferostenes la rodearon esperando que alguien saliera, pero nadie salió. Al cabo de unos minutos, se decidieron por entrar; cada uno rasgo la tela de la tienda y entró por un lado diferente, para que no pudiera escapar quien estuviera en ella. Pero una vez dentro sólo vieron la armadura, yelmo, escudo y espada ensangrentada sobre la mesa y detrás al rey sin vida, todavía  recostado. Ninguno de ellos logró explicarse qué había sucedido. Elquíades se paró a un lado de la cama donde el Rey yacía exánime, vio que una nueva luz bañaba su rostro, en su boca se descubría una sonrisa.
 –Tan testarudo –murmuró riendo –Que ni las alas negras de la muerte pudieron apartarte de tu objetivo.
 Ferostenes se acercó a él. –No entiendo, ¿Qué es lo que ha pasado? –Dijo – ¿Qué fue lo que hemos visto hoy?
Elquíades levantó su rostro y miró a los confusos generales. 
 –Sólo el cumplimiento de la última voluntad del Rey. 
 Sin decir más, salió de la tienda dispuesto a anunciar la muerte del rey y ordenar los preparativos para las exequias.
 Y después, emprendería el regreso a casa.