sábado, 27 de junio de 2015

Las Branquias Abiertas de América Marina

 El Pacha entró a la cocina arrastrando tras de sí una peregrinación  de puteadas por lo bajo, el Indio supo qué le pasaba al instante que lo vio entrar, pero aun así tuvo la decencia de preguntar:
 – ¿Qué pasa barbudito?
 –Ingleses me pasan Indio, ingleses –respondió, sacudiendo las manos como si fuera a dar una arenga para las ollas y los teflones.
 Al Indio aquellas situaciones le sacaban una risa, sobre todo por la reacción de calentón del Pacha. Reacción que de todas formas no le parecía injustificada, ya que en los momentos que acudían ingleses al local, el pobre Pacha no tenía permiso de salir de la cocina ni siquiera para ir a mear. Como tenía barba y el pelo un poco bastante crecido, por más atado que lo tuviese, traía mala imagen al local, “antihigiénica” era el término que elegía Don Luis. Claro que esto sólo importaba cuando algún europeo pisaba el restaurante.
 –Calmate Barbas, es un rato nada más, si querés después vamos a tomar unas birras a la Bahía y nos olvidamos de todo, le digo a Ceci si te parece –dijo el Indio, después de sacudirle la cabeza con las manos.
 –La re concha putrefacta de Margaret Thatcher –. El Pacha estaba en aquellos momentos más enfocado a hablar con la bandeja metálica que tenía en frente que con la gente.
 El Indio se asomó fuera de la cocina para ver a los VIP recién llegados, eran dos, un hombre y una mujer de mediana edad, en apariencia comunes como bolita china, que se habían sentado frente al estanque “de los bichos” como les solían llamar todos. Sentado a su lado estaba Don Luis en plena labor sobadora, por momentos parecía un granjero que cepillaba las vacas gordas pero para ordeñar euros, dólares y libras en vez de leche. Al Indio le asqueaba realmente aquel comportamiento, pero en el restaurante no era dueño ni de la mugre, así que su labor consistía en callarse y hacer caso.
  “Corré los otros pedidos que los señores tienen que comer, y acordate que nada de Don Luis, soy el Señor Hughes ahora” la situación por venir se figuraba en su mente; miró el estanque, sabía que una de las pobres centollas iría a parar a la olla en unos minutos, seguro la más grande sería la triste nominada para deleitar a unos comensales foráneos.
 Todo lo que sabía sobre cómo cocinar crustáceos lo había aprendido de su viejo: hay que cocinarlos con vida, porque su carne se echa a perder enseguida. Sufren, como todo animal sufriría de ser hervido vivo; y hay que ponerlos en agua fría y luego calentarla o se les rompían las patas por sus intentos de zafarse. Existe una forma de ahorrarles tanto sufrimiento: clavarles algo afilado en su centro nervioso justo antes de echarlos al agua, lo que al menos les otorga una muerte rápida, pero aquello era tan complicado que casi nadie lo hace, mucho menos si te apuran de arriba.
 – ¡Indio!  –lo llamó Don Luis, ya por tercera vez, de repente frente a él.
 – Ahí estoy–se apuró a dar una respuesta el joven.
 – Concentrate boludo, que hay gente gente.
 – Perdón Don... Hughes, ¿qué hay que hacer?
 – Corré los otros pedidos que los señores tienen que comer, y acordate que nada de Don Luis, soy el Señor Hughes ahora . En aquellas situaciones al jefe le encantaba sacar a relucir su apellido, según el chusmerío la única herencia que un marinero británico había dejado generaciones atrás en su familia.
 – Claro, ¿Centollas pidieron los señores?
 – La más grande– dijo Don Hughes señalando a una en especial, que se encontraba rezagada en el estanque, sin dudas la más grande por mucho. –Y apurate, que recién llegan acá a Ushuaia y quieren probar lo que pescamos.
 – En un rato está –. Sin decir más, el Indio se calzó el guante, y una vez llegó a la pecera, tomó al crustáceo elegido. –Seguro me piden una foto con el bicho –pensó, no se equivocó;  el hombre de la pareja se acercó a preguntarle algo, el Indio no sabía mucho inglés, pero entendió el pedido. La centolla era pesada cuanto menos, mientras la sostenía para que fuese fotografiada el brazo se le llenó de calambres, y la foto resulto ser más de cinco fotos, que también resultarían ser fotos con él, ya que por los rasgos que poseía a Don Luis Hughes le gustaba sacarlo a exhibir como su “empleado aborigen”. –Y este Pacha que se queja de que no puede salir de la cocina – soltó el empleado aborigen en voz baja.
 Llevaba la centolla con una mano, en tanto con la otra se frotaba la zona acalambrada. Vio al Pacha tirando un par de señores a la basura (todos los restaurantes tienen señores y todos se esfuerzan en ocultarlo como si fueran la peor contaminación, cuando estos en realidad son más limpios que un obsesivo compulsivo, es una cuestión de cantidad de patas), le indicó que le pusiera a calentar el agua, el Pacha sacudió la cabeza, al parecer entre más insultos, y encendió la olla, luego se enchufó unos auriculares, con un poco del rock nacional que le volvía loco,  y empezó a despejar la bacha, de espaldas a todo lo demás. El Indio comprendió que estaba de mal humor, no sería bueno hablarle en aquel momento, mejor dejarle trabajar a su manera.
 La centolla seguía moviendo sus patas arriba y abajo en su mano, El Indio se preguntó como tantas veces qué pensarían aquellos seres cuando se veían en una situación así, pero era una pregunta que no ayudaba en aquel trabajo. Tenía que echarla en la olla antes de que el agua empezara a calentarse de más.
 –Disculpe joven, pero me gustaría pedirle, si fuera tan amable, que no me arroje en ese sitio.
 El Indio miró al Pacha – ¿Mmh?  –emitió como sonido interrogatorio; el Pacha estaba de espaldas, y ni siquiera escuchó, se mantenía en otro plano gracias a una canción de La Renga que lo aislaba del mundo.
 –No es él quien le habla sino un servidor, observe su mano por favor.
 En su mano la centolla movía sus patas arriba y abajo, esta vez en un orden más significativo, como si se expresara mediante gestos. El Indio casi dejó caer al crustáceo cuando comprendió de dónde provenían las palabras.
 – ¿Vos me hablaste? –preguntó, entendía más nada que poco, pero como no había nadie cerca no temió quedar como un delirante.
 – Sí, yo le hablé, para ser sincero no estaba entre mis planes el ser recogido de mis queridas aguas sureñas, pero acá estoy, y no tengo deseos de morir, menos para ser comida de esa gente. –. El animal hablaba con una voz tranquila, y por alguna razón el Indio pensó que por su forma de hablar debía ser alguien académico, si eso fuese posible, dentro del mundo de los mares.
 – ¿Estás hablándome de verdad? –. Miró hacia atrás, el Pacha seguía en sus asuntos y su música. ¿Le habría metido éste algo en la bebida? Era un pensamiento muy estúpido, el pacha no era así y no había tomado nada desde antes de salir de su casa.
 – Veo que esto es un poco difícil de asimilar ¿Cuál es tu nombre? –. Una de las patas del marisco se dobló, como si rascara su cabeza, y luego se estiró hacia la cara del Indio.
 – Me llamo Quimey, pero decime Indio, todos me dicen el Indio.
 – Bueno, Indio, mi nombre es José Luis Centolla, vivo en la corriente sureña, y trabajo como crítico literario marítimo.
 – ¿Como qué?  –preguntó el Indio casi a gritos.
 –No es un trabajo muy complicado, me ocupo de escribir trabajos sobre la literatura de mi ecosistema. Hay muchos escritores en el mundo oceánico, aunque de ser sincero, prefiero los de los mares del sur, ¿conocés alguno?
 –No, creo que no, ni sabía que las centollas hablaban  hasta hace un minuto –respondió el Indio, ya convencido de estar por  completo bajo algún delirio. Colocó a José Luis sobre la mesada para poder relajar su brazo y permitirle hablar mejor.
 –Hay muchos, tantos, que no sabría por dónde empezar. En las zonas más cálidas hay algunos como Miguel Ángel Holoturias, Juan Pulpho o Gabriel García Marpez, que destacan por su Oceanismo Mágico; también está Cangrejo Carpentier, que a mí personalmente no me agrada. Hacia el sur está Horacio Quiboga, aunque es más de río que de los mares, Ernesto Sábalo, o Adolfo Surubioy Casares. Pablo Beluga y Violeta Mojarra son poetas muy buenos del Pacífico. Otro, más del Atlántico, es Abadejorge Luis Borges, una especie de pez ciego, muy bueno a pesar de ser un tanto partidario de los mares del norte; él y la crítica llamada Victoria Hipocampo hicieron un gran movimiento literario hace unos cuantos años. Julio Coraltazar es uno de mis escritores predilectos, pero la escritura de tal especie es un tanto rebuscada para el gusto de muchos en la fauna acuática. Y por último, alguien quien resultó inspirador a las nuevas generaciones, es Eduardo Lampreano, que escribió una obra titulada: “Las Branquias Abiertas de América Marina”. ¿Te suena alguno de los mencionados?
 –Me suenan mucho, mucho, pero no los tengo.
 –Si me dejás volver al mar te prometo volver a verte con ejemplares de cada autor que he mencionado, para que puedas ver que el mundo acuático es más de lo que pescan las redes.
 El Indio sopesó la situación, aquel era un evento que quizás nunca se repetiría, y era una oportunidad de abrir un nexo entre mundos que tendrían mucho que intercambiar. Vio por el rabillo del ojo que alguien se acercaba, era don Luis.
 –Don Luis, mire lo que…
 – ¿Qué hacés pelotudo? –interrumpió su jefe –Hace media hora casi que te mandé a cocinar la centolla, te dije que los clientes querían comer ¿te falla algo?
 –Pero Don Luis, ésta centolla es…–. Don Luis lo calló con un gesto un tanto violento y tras tomar entre sus manos al crustáceo, lo echó a la olla con agua, que ya hervía por el tiempo demorado. Los gritos que se escuchaban desde la olla, los gritos desesperados de José Luis Centolla arañaban la cabeza del Indio, le hacían sentir el terrible dolor que padecía, pero parecía ser el único que percibía aquello; Don Luis ni siquiera se inmutaba ante los alaridos del pobre marisco, sino que seguía con los sermones como si nada pasara. El Indio no fue capaz de escuchar ni una palabra más, los gritos eran todo lo que oía, los gritos que recorrían su cabeza y su cuerpo demandando alguna acción, alguna reacción. Cada segundo en el que Don Luis seguía allí devenía en una eternidad de tortura dentro de la mente del Indio, se vio caer, sumergirse, en un tanque de agua que le ahogaba, agua que luego subía su temperatura más y más hasta convertirse en un calor atroz, el cual hacía escocer su carne poco a poco, y maximizaba la escala del dolor en ese instante en que el tiempo parecía no avanzar.
 –Hughes, infeliz, metetelo en la cabeza–  terminó su jefe, y como si hubiera cumplido una misión fundamental se retiró de la cocina, sin dudas a explicar a sus clientes favoritos del día algunas razones fabuladas acerca de la demora.
 Ni bien lo tuvo lejos, el Indio apagó la olla y sacó con unas tenazas al crustáceo, había perdido unas cuantas patas y los gritos invadían toda la cocina. Seguía con vida, pero el sufrimiento debía ser intolerable, lo sabía, de alguna manera lo percibía en su cabeza. Trató de hablarle, pero no recibía más que gritos en respuesta, era evidente que la mente José Luis Centolla había desaparecido detrás del umbral de sufrimiento. El Indio entonces recordó lo que sabía sobre cocinar mariscos; tomó un punzón de entre los cubiertos, buscó el centro del crustáceo, y se lo clavó con un golpe rotundo. Deseó, inútilmente, poder así acallar los gritos y pretender, en su siguiente jornada laboral, que todo aquello no había sido más que un delirio momentáneo.