El olor a hospital
jamás permite que te olvides de dónde estás, ni siquiera por un mísero segundo.
A veces creo que la gente muere en estos lugares sólo para poder dejar de
respirarlo. No me agradaban para nada los hospitales, era obvio, visitarlos no
estaba en mis planes y mi buena salud alejaba cualquier pretexto para hacerlo.
No obstante, un par de costillas rotas y algunos huesos con nombres extraños
que no sabría ubicar me habían brindado la excusa perfecta. Se hacía ya de
noche y según me habían comentado, estaba allí desde la madrugada, gracias a
algún estúpido que no ve las propagandas de “El alcohol al volante mata” o “Si
tomó no maneje”.
Mi familia estaba
en camino, recién contactada, pero hasta que llegaran estaría solo. Los médicos
y enfermeras tenían ocupaciones más importantes o urgentes que atender a
alguien que no iría a ningún lado por su cuenta.
Nada recordaba del
accidente, aunque esto era algo normal según el doctor, tarde o temprano iba a
volver a ordenar mi cabeza y recordar. La incomodidad no ayudaba para nada, los
resortes se sentían a través del colchón y hacía demasiado calor a pesar de que
la ventana estaba entreabierta; para peor, no podía darme la vuelta para airear
mi espalda sudada sin que pinchazos de dolor me sacudieran de arriba abajo.
Puse mi vista en la ventana aunque fuera para sentir o creer sentir el aire en
mi cara. Además la vista de la noche podría calmarme y ayudarme a pasar las
horas tan lentas por sí solas.
El sonido de las
alas hizo que mi espalda pasara de sudor cálido a frío, me había olvidado de
que los hospitales estaban expuestos a que tales cosas se presentaran. Un
aleteo que se hizo más fuerte. La vi, parada en el marco, su ojo de color rojo
se retorcía sólo para mostrar otro ojo rojo. Me estaba mirando, ella miraba dentro
de mí y lo comprendía; creí gritar para que se esfumara y el calor regresó a mi
cuerpo cuando vi desaparecer de mi ventana esa mirada. Hasta que ella volvió,
con compañía. Dos ojos rojos ahora, que se doblaban y me mostraban otro ojo
oculto hasta entonces. Dos pares de ojos diabólicos que se burlaban de mí, como
se burlaba todo aquel que lo descubría. Quería gritar, pero sus arrullos de
burla tapaban mi voz; quise llamar a la enfermera pero el botón había
desaparecido de mi vista y al intentar recorrer con la vista los alrededores lo
único que encontraba era más de ellas en la ventana. Todas lo sabían, todas se
mofaban. No sé cuántos ojos, no sé cuántas alas, pero había más, cada vez más.
El aleteo, el arrullo, la mirada, era como si todo llamara más y más de ellas a cada
segundo. No había más que alas oscuras y ojos rojos como sangre derramada, y la
burla incrementaba los pinchazos de dolor. Tenía que hacer algo, o iban a
terminar conmigo en esa noche.
Hice un esfuerzo
por incorporarme, el dolor era insoportable, a duras penas podía mantener la
respiración, todos y cada uno de los centímetros de mi cuerpo dolían.
La ventana estaba
a menos de un metro, mis demonios estaban ahí, pero si llegaba podría cerrarla
y todo terminaría, unos pasos nada más.
Ni se inmutaron
con mi presencia, confabulaban en mi contra desde la ventana de mierda que me
condenaba. Ya no escuchaba ni aleteos ni arrullo, no escuchaba otra cosa que
mi corazón bombear más de la cuenta. Debía hacerlo rápido.
Apoyé un pie, creo
que el sano, todo dolía como si me atravesaran cada centímetro de la carne con agujas de tejer. Traté de
levantarme; esos ojos rojos se burlaban con sus arrullos, todos y todas se
burlaban.
Un paso y el dolor
me venció; la madera y los cristales no pudieron contenerme y se fueron conmigo. Las alas
se dispersaron en todas direcciones, como si se llevaran retazos de mi alma.
Frío, tanto frío;
el dolor era peor, pero estaba solo, solo y quizá en paz al fin.
Antes de cerrar
los ojos, el aleteo y el arrullo se oyeron por última vez para mí. La primera
de ellas descendió para mofarse, disfrutaba cada paso que daba hacia mi cuerpo
inmóvil, yo podía sentir su disfrute como si fueran clavos en mi cabeza. Ella lo
disfrutaba, gozaba con placer antinatural cada momento. Su ojo no dejaba de
enfocarme a menos que quisiera mostrar su otro ojo oculto, una mirada que me
condenaba. Lo que quedaba de mi mente se absorbía en ese par de ojos tan
horrendamente rojos, que nunca más dejarían de burlarse de mí.
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