miércoles, 3 de diciembre de 2014

Burlarse de Mí...

 El olor a hospital jamás permite que te olvides de dónde estás, ni siquiera por un mísero segundo. A veces creo que la gente muere en estos lugares sólo para poder dejar de respirarlo. No me agradaban para nada los hospitales, era obvio, visitarlos no estaba en mis planes y mi buena salud alejaba cualquier pretexto para hacerlo. No obstante, un par de costillas rotas y algunos huesos con nombres extraños que no sabría ubicar me habían brindado la excusa perfecta. Se hacía ya de noche y según me habían comentado, estaba allí desde la madrugada, gracias a algún estúpido que no ve las propagandas de “El alcohol al volante mata” o “Si tomó no maneje”.
 Mi familia estaba en camino, recién contactada, pero hasta que llegaran estaría solo. Los médicos y enfermeras tenían ocupaciones más importantes o urgentes que atender a alguien que no iría a ningún lado por su cuenta.
 Nada recordaba del accidente, aunque esto era algo normal según el doctor, tarde o temprano iba a volver a ordenar mi cabeza y recordar. La incomodidad no ayudaba para nada, los resortes se sentían a través del colchón y hacía demasiado calor a pesar de que la ventana estaba entreabierta; para peor, no podía darme la vuelta para airear mi espalda sudada sin que pinchazos de dolor me sacudieran de arriba abajo. Puse mi vista en la ventana aunque fuera para sentir o creer sentir el aire en mi cara. Además la vista de la noche podría calmarme y ayudarme a pasar las horas tan lentas por sí solas.
 El sonido de las alas hizo que mi espalda pasara de sudor cálido a frío, me había olvidado de que los hospitales estaban expuestos a que tales cosas se presentaran. Un aleteo que se hizo más fuerte. La vi, parada en el marco, su ojo de color rojo se retorcía sólo para mostrar otro ojo rojo. Me estaba mirando, ella miraba dentro de mí y lo comprendía; creí gritar para que se esfumara y el calor regresó a mi cuerpo cuando vi desaparecer de mi ventana esa mirada. Hasta que ella volvió, con compañía. Dos ojos rojos ahora, que se doblaban y me mostraban otro ojo oculto hasta entonces. Dos pares de ojos diabólicos que se burlaban de mí, como se burlaba todo aquel que lo descubría. Quería gritar, pero sus arrullos de burla tapaban mi voz; quise llamar a la enfermera pero el botón había desaparecido de mi vista y al intentar recorrer con la vista los alrededores lo único que encontraba era más de ellas en la ventana. Todas lo sabían, todas se mofaban. No sé cuántos ojos, no sé cuántas alas, pero había más, cada vez más.
 El aleteo, el arrullo, la mirada, era como si todo llamara más y más de ellas a cada segundo. No había más que alas oscuras y ojos rojos como sangre derramada, y la burla incrementaba los pinchazos de dolor. Tenía que hacer algo, o iban a terminar conmigo en esa noche.
 Hice un esfuerzo por incorporarme, el dolor era insoportable, a duras penas podía mantener la respiración, todos y cada uno de los centímetros de mi cuerpo dolían.
 La ventana estaba a menos de un metro, mis demonios estaban ahí, pero si llegaba podría cerrarla y todo terminaría, unos pasos nada más.
 Ni se inmutaron con mi presencia, confabulaban en mi contra desde la ventana de mierda que me condenaba. Ya no escuchaba ni aleteos ni arrullo, no escuchaba otra cosa que mi corazón bombear más de la cuenta. Debía hacerlo rápido.
 Apoyé un pie, creo que el sano, todo dolía como si me atravesaran cada centímetro de la carne con agujas de tejer. Traté de levantarme; esos ojos rojos se burlaban con sus arrullos, todos y todas se burlaban.
 Un paso y el dolor me venció; la madera y los cristales no pudieron contenerme y se fueron conmigo. Las alas se dispersaron en todas direcciones, como si se llevaran retazos de mi alma.
 Frío, tanto frío; el dolor era peor, pero estaba solo, solo y quizá en paz al fin.
 Antes de cerrar los ojos, el aleteo y el arrullo se oyeron por última vez para mí. La primera de ellas descendió para mofarse, disfrutaba cada paso que daba hacia mi cuerpo inmóvil, yo podía sentir su disfrute como si fueran clavos en mi cabeza. Ella lo disfrutaba, gozaba con placer antinatural cada momento. Su ojo no dejaba de enfocarme a menos que quisiera mostrar su otro ojo oculto, una mirada que me condenaba. Lo que quedaba de mi mente se absorbía en ese par de ojos tan horrendamente rojos, que nunca más dejarían de burlarse de mí.


No hay comentarios:

Publicar un comentario