lunes, 24 de noviembre de 2014

Alunizaje

 Era una de esas noches en que paseaba o soñaba, a veces me cuesta entender la diferencia. Mi camino se había vuelto más duradero; decisión propia o no, no importaba; la noche se me mostraba hermosa y no quería relegarla por el encierro. Ver el cielo estrellado en toda su gloria no era común en esta estación, ni en ninguna otra, a causa de las luces fastidiosas que sobran en la ciudad, pero el repentino apagón que se había presentado aquella noche las había callado por un tiempo que no pensaba desaprovechar.
 Cualquiera pensaría que no es prudente salir a caminar a tales horas y en momentos sin luz, es que no cualquiera es capaz de entender que la luz no sale sólo de una lámpara: La Luna estaba llena y hacía una suplencia notable al Sol;  iluminando las calles con ese blanco fulgor, que a lo largo de la historia inspiró a muchos soñadores en papel, a algunos hasta la locura. Me encantaba pensar que era aquella cara albina que veía, la misma que habían visto Poe, Bécquer, Tolkien y otros más que vivían en cualquier biblioteca de buen gusto.
 Había hecho bien en aprovechar el corte de luz. El cielo es un álbum de fotografía del cosmos, un largometraje del infinito que en aquellos momentos me mostraba su Director’s Cut, sin intervenciones de una censura infeliz. –No me haría mal sentarme un rato a contemplar buena fotografía– pensé. La calle por la cual vagaba cruzaría con una plaza en pocos metros, podría relajarme un poco, tal vez fumar algo, y pasar unos momentos mirando aquel firmamento.
 Nadie, nadie más que yo y mis pensamientos transitaba las calles, me resultaba difícil de creer el cómo la gente fuera capaz de pasar de una vista así, todo a cambio de la falsa comodidad rutinaria. Tal vez fuera el frío, yo no lo sentía, pero la respiración vaporosa me lo contaba. No le di muchas vueltas, para mí era mejor así, sin nadie que mirara con mala cara, como si fueran un ejemplo de moral cristiana.
 Ya pisaba los pastos de la plaza, pintados en blanco y plateado por la cara visible del satélite. Tenía mucho material para colgar y tiempo de sobra. En búsqueda del banquito más cercano, me di cuenta de que la plaza no estaba tan solitaria como esperaba que estuviera: Nadie peligroso, me pareció en una primera impresión, no se veía así aquel hombre que miraba el cielo, en dirección a la luna. Parecía viejo, por las arrugas visibles hasta con la luz lunar y por su cabeza sin más pelo que tres mechones largos y grises. Al resto de su cuerpo lo tapaba un abrigo largo, estilo gabardina, que cubría una figura al parecer bien conservada.
 –La Luna está magnífica hoy –. Le escuché decir cuando ya pasaba de largo, en dirección al banquito de elección. A decir verdad, su voz ronca sacudió un poco mis nervios.
–Eh, sí. El corte ayuda– contesté por pura educación. Me senté en mi banquito, demasiado cerca del hombre. No le di mucha importancia y busqué mi fuego en todos y cada uno de mis bolsillos, el que seguro estaba muy cómodo sobre mi mesa de luz. Noche sin pipa de la paz.
 La chispa sorpresiva me hizo saltar del banco y aceleró mis pulsaciones a velocidad pre infarto, después, una llama se acercó a mi cigarro. La llama, extrañamente blanca, empuñada por una mano huesuda me dejó ver la cara del viejo, que me sonreía. Una cara difícil de olvidar, puro hueso y arrugas, uno de los ojos ojerosos tan abierto que parecía no tener párpados, la nariz y pómulos afilados como bordes de mueble, la boca la formaban dos labios casi inexistentes, y los dientes, mejor ni hablemos de los dientes.
 El corazón me latía a hipervelocidad, pero poco a poco se relajaba; lo más probable era que fuese alguno de esos viejos locos que dormían en las calles. Qué suerte la mía, deseé con ganas que al menos no fuera uno violento.
–Gracias –le quise decir. Quizás se haya entendido más allá de la voz aguda y nerviosa con la que lo pronuncié.
–De nada amigo –. Qué voz ronca tenía – ¿Te gusta la Luna? –. No, no era ronca, era como un instrumento de viento soplado con más fuerza de la requerida.
–Seh, en estos días se ve genial – Se sentía cómo todo empezaba a relajar en verde.
–Tendrías que verla de más cerca.
– ¿Cómo que de más de cerca?
El viejo tomó aire, como preparándose para un gran discurso. –Allá. Allá arriba, donde todo es plata, los gatos de la Luna se reúnen en un círculo kilométrico para celebrar rituales antiguos; giran durante una noche terrestre, y lo que pasa después sólo ellos lo saben, ya que la realidad se deforma conforme avanza la danza. Sus ojos son más parecidos a los del Dragón, con el que hicieron el pacto hace ya incontables años, y no se les puede mirar por mucho tiempo sin caer en su poder. Los gatos de la tierra comparten estos ojos, pero desde hace mucho que olvidaron cómo usarlos. Ellos ansían reunirse con sus hermanos, por eso salen durante las noches, con permiso de sus dueños o sin él.
  Hizo una pausa para respirar de nuevo. Estaba del tomate, no cabía duda, pero lo que decía sonaba interesante a pesar de lo ilógico.
 – ¿Por dónde iba? –pensó en voz alta –Ah sí. Después están los selenitas, por poco extintos desde de que la Cavorita drenó casi todo el aire de Selene, pero no es fácil matar un selenita, claro que no. Ellos comen unos hongos que cultivan en el subterráneo; esos hongos son su alimento favorito, pero también causan alucinaciones. No es extraño verlos soltando espuma por sus orificios y jugando con la baja gravedad después de una cena. Los más imprudentes suelen saltar demasiado alto y perderse en las penumbras, pobres idiotas. Y a pesar de todo nunca disminuyen en número, ya ves que no son fáciles de extinguir.
 –Uh, están de la tanga –. Ni sé por qué lo dije, capaz fue que no quería quedarme en silencio.
 –En efecto. Existen muchas otras cosas igual de maravillosas, tales como los gólems de piedra lunar, cuyo corazón se dice que son fragmentos de un Titán helado que han caído a la Luna, o el colector de rocas celestiales, que desde hace años recoge los meteoritos en busca del hierro cósmico. En los polos, en océanos oscuros escondidos bajo la superficie nadan las grandes bestias, no quedan muchas de ellas –. Se detuvo por una fracción de segundo, supuse que para preparar el Grand Finale, y luego continuó: –Pero lo más esplendoroso de todo está en la cara oscura del astro: allí se alzan los castillos de los Reyes de la Luna, cuyo poder llegó a ser tan grande que podían mover los astros o viajar entre ellos con sólo efectuar unas danzas. Estos castillos una vez apuntaron hacia la Tierra, y su gente se comunicaba con seres de este planeta; hasta que uno de los Reyes, el último, en un acto de desprecio hacia los Dioses de la Tierra, decidió invertir la cara del astro y darle para siempre la espalda a este mundo. Los Dioses le maldijeron y ahora las grandes construcciones esculpidas en piedra alba se hallan desiertas,  el único sonido que los recorres es el aullido de los lobos, y ya nadie transita por sus salones.
 Terminó en seco. La emoción con la que había hablado se contagiaba. En su cara se notaba esa atmósfera de ansiedad, muestra de que había mucho más que quería contar, pero no lo hacía para no abrumar al escucha.
 En otros tiempos, en otro lugar, capaz se hubiera dado algo de reconocimiento a esa locura tan imaginativa. Estos no son tiempos para los locos, al pobre loco se le ignora, y al idiota que se llama a sí mismo loco le festejan. Aquel viejo era sin duda una mente desperdiciada, un genio-loco fuera de época.
 –Qué viaje lo que me contás –le dije, sin ningún intento de sarcasmo. No sabía qué más decir, no quería darle a entender que todo era fruto de su imaginario y mi cabeza no estaba muy elocuente ya.
 El viejo mostró la sonrisa despareja. – ¿Viaje? ¿viaje? Sí, un viaje. Claro que sí –. Se tildó en sí mismo un momento, como si repasara algo dentro de los viejos cajones de su mente alterada.
  –Preparate, porque muy pocos, por no decir nadie, vieron lo que estás a punto de ver.
 Todavía rondaba en mi cabeza esa idea de: “¿qué tal si me apuñala?”, pero la curiosidad me mataba lo cagón. Él se alejaba unos metros, el humo de las últimas pitadas que yo exhalaba parecía seguirle los pasos y escalar el aire con manos etéreas detrás de él, pero se detuvo cuando éste frenó sus pasos, y rodeó su presencia sin tocarle. Capaz yo ya estuviera viajando, pero todo se veía si bien no muy real, muy, no sabría cómo explicarlo, pero si sabía que algo así no se volvería a repetir, y por eso miré con atención.
 El hombre se despojó de su abrigo, su cuerpo era una confusa mezcla de huesos y músculo, cuya palidez se acentuaba a la lumbre de Luna. Si comía, no era una rutina. Los pantalones oscuros que llevaba contrastaban con aquel tono de bronceado, con eso y sus ojeras, me pareció que era un panda a punto de morir por desnutrición.  Una de sus sandalias voló más allá de lo que pude seguirla, cuando apoyó el pie descalzo, el suelo vibró con musical suavidad; lo mismo pasó cuando mandó a volar su otra sandalia. El humo, que todavía seguía rondando, acompañó sus manos cuando empezó a ondularlas, flasheaba Avatar. De un momento a otro, su torso acompañaba las ondulaciones, cada vez más pronunciadas, y luego sus pies siguieron el movimiento, suaves, pero cada vez con más velocidad. Cada vez que despegaba un pie y volvía a apoyarlo, el alrededor se sacudía; cuando empezaron a acortarse los intervalos empecé a entender: aquel baile; la vibración era música, la música de la noche, la música de los astros. Como el ruido blanco celestial, pero yo podía oír más allá. Él seguía danzando, pero su danza ahora era acelerada, saltaba y giraba arrastrando los vientos, provocando música donde nadie más era capaz; la Luna brillaba, la luna brillaba en sus ojos y en su piel de muerto. La música se intensificaba, la Luna brillaba en él. –La Luna está cerca –dijo. Estaba cerca, estaba cada vez más cerca, ¿o éramos nosotros los que estábamos cerca? La Luna brillaba, él sonreía. La noche en blanco y plateado, ahora entendía todo. Miré hacia el cielo y Selene esperaba, lo más cerca que podía. Entonces seguí la música y fui más liviano que nada. Cerca, algo que estaba tan lejos ahora estaba cerca. El remolino de viento que se formó con la danza atravesaba el vacío, guiado por cada movimiento; cuando él volvió a apoyar un pie, era en un suelo de plata.
 –Llegamos…–. Su mano extendida abría un telón de aire para mostrarme el paisaje, el mar de piedra blanca, con sus horizontes desembocando en el océano negro.
 – ¿Cómo es que no me muero? – pregunté. Él se rio.
 –Si te invité sería mala educación dejar que mueras. Pero no es importante el cómo, no entenderías por el momento. Hay cosas que ver, todo lo que antes no me creíste.
 –No es que no creí…
 –No importa, no te excuses –interrumpió –Estás acostumbrado a que todo es como los demás dicen que es. Lo que es alguna vez no fue, y lo que fue puede no ser. Lo que dicen que es no siempre es todo, porque nada lo abarca todo, menos si se tiene que acotar con otros los límites sobre qué es y cómo es.
 – ¿Qué?  –. Hasta que entendí, unos segundos después – ¿Entonces cómo se podría vivir junto a otros sin ese acuerdo de límites sobre el “qué es”?
 No me respondió, se enfrascó en un nuevo movimiento rítmico. Sentí mi cuerpo tropezar hacia las distancias, como si fuera una pieza de dominó que cae contra sí misma en una larga fila. La última pieza, yo, estaba mucho más adelante, en la cima de una montaña chica. Delante brillaba un círculo giratorio de luces que se movían por pares, pero no estaban allí, eran mucho más profundas de lo que se veía a simple vista. Un pozo infinito donde no existía la distancia y todo estaba en un lugar. Lo sabría todo si me arrojaba allí, todo, todo…
 Una forma oscura me tapó la entrada. –No veas sus ojos te dije, no habría vuelta atrás –. Era él. Apartó su mano y miré de nuevo; los gatos de la Luna desfilaban en un círculo larguísimo, como él ya me había relatado. Esta vez no miré sus ojos, me concentré en sus formas. Por alguna razón eran iguales y a la vez muy diferentes que cualquier gato. No había comparación.
–No podemos estar de espectadores mucho más si querés volver después –me susurró él. Hice caso y seguí su camino, ya no era tan impactante moverme entre las distancias. Terminamos en una planicie, una veintena de seres, insecto, ave, y persona al mismo tiempo giraban durísimos en el suelo; de lo que parecía ser su boca brotaba espuma. -Cenaron sus hongos-, pensé. Uno de ellos se levantó con ayuda de unos brazos largos como su cuerpo, nos miró, quizá ni entendió que estábamos,  y saltó distancia record. Tal vez demasiado record, porque pasó del mar de plata a nadar en el océano tenebroso. Sus gritos en un idioma desconocido para mí me erizaron la espalda.
 –Demasiado tarde para él –comentó mi guía, mientras le miraba perderse hacia el infinito. –Hay más que ver, vamos.
 Entonces, más allá, vi a las moles de piedra. Gólems me había dicho que se llamaban. Entre las rendijas de su cuerpo, una aglomeración de rocas lunares, brillaba el corazón con una luz que helaba al mirarla. Verla era como encarar uno de esos vientos invernales con los ojos bien abiertos.   
 Viajamos más lejos y vi al ser enano y arrugado hurgar los cráteres, buscando el hierro espacial. Según había estudiado en la escuela, esos fragmentos eran más que pesados, pero él los movía sin esfuerzo. La gravedad baja lo ayudaría de seguro.
  Fui conducido a uno de los polos, y desde la oscuridad oí los cantos de los colosales animales que nadaban por corrientes ocultas. Se me ofreció poder verlos, pero no me animé. Aquellos cantos, en frecuencias que nunca había oído y que probablemente en otra situación sería incapaz de oír, hablaban de historias atestiguadas cuando el mundo era joven, y resonaban tan fuerte en mi cabeza que pensé que me iba a volver loco, o un poco más tal vez. Los ojos se me nublaron cuando la canción pasó de las cosas que fueron a las que serían. No logro traerlas al recuerdo ahora, tal vez no estuviera preparado para aprenderlas.
  – Es una verdadera pena que queden tan pocos de estos seres. Ahora, el Grand Finale –habló el viejo, una vez nos alejamos sobre los éteres invocados que nos transportaban donde él les ordenaba, a cada paso de su baile estrafalario. –Voy a mostrarte qué hubo cuando la Luna fue como la Tierra, cuando yo fui importante en estos planos. Este fue el castillo de los Reyes de la Luna, su epítome de gloria.
 Todo estaba oscuro, estaba en la cara oculta. Un chispazo, dos, y una llama blancuzca que ya había conocido iluminó el lugar.  Ante mí se alzaba una puerta descomunal, no podría decir de qué estaba hecha, y el gigantesco edificio de la que ésta era entrada terminaba en torres que curvaban sus extremos hacia un punto común. Sus muros de color plateado, decorado por ondas más oscuras, no tenían uniones, como si hubiera sido tallado en vez de levantado. No sé mucho de arquitectura, más bien casi nada, pero eso era algo antinatural, una obra imposible, magnífica. Pero a esas alturas, nada me podía sorprender.
 Él me hizo un gesto para que le siguiera y caminó hacia la puerta. Sonó un chirrido, algo que se reactivaba después de mucho, demasiado, tiempo y ésta se abrió de golpe ante la mano que la comandaba. La llama que oscilaba en la otra mano pareció crepitar con más fuerza e iluminó los salones solitarios, aunque de todas formas se veían oscuros, rechazaban la luz. Mientras entraba, sufrí una sensación de soledad tremenda; pasillos, salas, cúpulas, no sólo estaban deshabitadas, era como si todo rastro de historia en ellas se hubiera borrado, como si alguien hubiera dado al Supr. sobre todo lo que fue. Nada, la nada estaba allí. Si pudiera darle un nombre sería ese, la ausencia total de existencia.
  – ¿Cómo es que nunca se descubrió esto desde la Tierra?  –le pregunté.
  – Nadie jamás exploró a pie –contestó. –Y  la maldición –murmuró –La maldición evita que siquiera lo encuentren otros, este castillo está condenado al olvido perpetuo, a la muerte en vida, como yo.
 Ese “como yo” quedó haciendo eco en mi cabeza. De repente me llenaron las ganas incontrolables de salir de ahí, de volver al banquito, a la plaza, a la Tierra. La respiración se complicaba ¿Por qué me había enfrascado en algo así? El aire se iba. No tenía nada que hacer acá. El aire. Tenía que volver, tenía que.
   –Tranquilo, tranquilo –. Me calmó el viejo, el bailarín, ese loco que me había metido en su locura, a la que yo salté de lleno como un idiota. Un dejo de tristeza asomaba en su tono, su mirada no demostraba una emoción opuesta –Algún día restauraré la gloria de Selene –. Su voz sonaba cerca y lejos. –Mientras, estoy condenado a ser un pobre viejo con desvaríos.
 De nuevo comenzó a bailar, el aire no se iba, la llama blanca que tenía en una mano siguió sus movimientos, desde su mano bajó a su brazo huesudo, se enroscó en su torso. Salían chispas con cada sacudida. Luz, luz y música, la música volvía, las llamas eran música. Él se alejaba, se alejaba por el salón, se alejaba, subía unas escalinatas, cada paso de baile lo llevaba más arriba. Entonces vi el trono al final de los escalones. Más lejos. Su baile terminó, él estaba sentado en el trono, pero la música seguía. Su fuego y él eran uno. Tarde entendí con quién me había encontrado, ¿Quién sino sabría tanto sobre todo aquello? La música seguía, todo se movía a su compás. Todo giraba. Música, música de las esferas. Se metía en mi mente y yo giraba con ella, giraba al son de algo que se escapaba a mi entendimiento. Él estaba cerca, todo estaba cerca, estaba lejos, levantaba su mano para saludar. Cerca. La música se detuvo, la luz se apagó. Lejos. Volvía a ser pesado. Caía.

 La mañana me pegó con un Sol terrible, alguien había abierto las persianas. No tenía sueño, así que me levanté para desayunar. En la cocina se veía la televisión encendida, noticieros, noticieros a la mañana, el baile mediático solía llamarle alguien que no recuerdo. ¡Baile! Recordé al instante el sueño que había tenido, tenía que contárselo a alguien antes de que se me olvidara.
Quise hablar en general  –Anoche tuve un sueño re flashero –intenté decir, pero el “Shh” pronunciado sin que las miradas se despegaran de la pantalla me dio muestras de que no iba a tener la más mínima atención.
 La tele mostraba una noticia de interés general: “Se descubre una isla nueva por un cambio abrupto en las mareas” o algo así. Palabras y palabras. Un científico Yanqui hablaba: –Creemos que el cambio se debió a una actividad lunar repentina e inusual. No pudimos esclarecer las razones de ello, pero estudios nos muestran que la luna terrestre se desplazó una cierta distancia fuera de su órbita calculada.
 Todos los pensamientos vinieron a mí de golpe; ¿Había sido un sueño? Yo tenía sueños raros, pero ese era demasiado vívido. No, no podía ser.
 “Estás acostumbrado a que todo es como los demás dicen que es.”
 Esas palabras sonaron en mi cabeza, y su eco prosiguió durante el resto de mi día.
 No lo volví a cruzar desde entonces; aunque cada noche de Luna llena, cuando miro a los astros pienso que puedo verle. Ya sea bailando, ya sea sentado en su trono, como una sombra de lo que fue alguna vez. Lo veo en su castillo donde alguna vez reinaron los Reyes de la Luna, hace demasiado tiempo. Pero ahora esas grandes construcciones esculpidas en piedra alba se hallan desiertas, y ya nadie transita por sus salones, ya nadie transita por esos salones.

 O puede que esté parado en una plaza, hablando a oídos sordos de lo que conoce. Un pobre viejo con desvaríos, hablando de su vida olvidada en la Luna.

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