sábado, 1 de noviembre de 2014

Sueño Interrumpido

 Todas las noches me iba a dormir temprano, mi trabajo así lo demandaba, y todas las noches despertaba a la misma hora: las tres de la madrugada, como si una mano tirana me arrancara el sueño. Un par de vueltas en la cama y en general volvería a dormirme, pero esta vez no fue así. Mis ojos cansados no eran capaces de cerrarse a mi esperado sueño y mi mente dibujaba y maquinaba pensamientos de toda índole, en especial los de culpa.
 Opté por comer algo para así ocuparme un poco. No encendí las luces, ni lo haría, porque esto sería reconocer que estaba del todo desvelada. No obstante, mi vista estaba ya acostumbrada a la penumbra y podría moverme sin tropezarme con nada.
 Sin incidentes llegué a mi heladera, ésta me ofrecía un panorama poco grato: un par de panes durísimos en adición a un guiso frío serían todo mi refrigerio nocturno. Para colmo el  guiso mostraba una fina capa entre azul y verde, por lo tanto desistí en mi tarea de comer.
 Cerré la puerta decepcionada; ésta hizo un ruido extraño, que me puso la piel de gallina. Era como una risa ahogada. Busqué la calma mediante repetir que la bisagra estuviera rota capaz, no sirvió de mucho. Casi al segundo oí de nuevo, ese sonido que era como la risa de un niño pequeño. ¡No venía de la heladera! La respiración fue lo primero en escapar; a duras penas pude mover la cabeza a un lado y al otro para buscar a mi alrededor, pero la luz del refrigerador había desacostumbrado mi vista, y no veía más que sombras. La risa volvió a hacerse escuchar, golpeó en mi nuca como una llamada. Parecía venir de arriba, ¿o de abajo?, y de mi alrededor también, estaba en cada extremo y ángulo, en cada sombra, como un remolino acusador, cada vez más intensa y cercana.
 El recuerdo de aquella vida que debió ser y no fue me invadió –Perdón mi vida, perdón, por favor –Grité repetidas veces, retrocediendo hacia la puerta. –Lo lamento tanto, yo no quise… Mami estaba mal.
 Esas palabras brotaban como pus de mi boca, no claras, sino ahogadas e interrumpidas por tartamudeos y gallos. Los ruidos no cesaban, al contrario, se hacían más intensos.
 Ya casi llegaba a mi puerta cuando mi pie tropezó con algún bulto que no debía estar ahí. Lo último que recuerdo fue el dolor y la negrura, y las risas de mi niño.

 El techo se veía gris y derruido, nunca tuve el dinero para poder repararlo, nunca tuve el dinero para poder mantener muchas cosas. No me podía mover, no veía casi nada. Me dolían cabeza y cuello, retumbaban ante aquella risa, aquella risa que se acercaba como una serpiente con veneno de remordimientos y rencores.
 Mis manos estaban mojadas, el olor a hierro me dijo con qué  –Perdoname, yo nunca quise… –vociferaba, pero en vano, no existe el perdón. Sentí un peso trepar a mis muslos, arrastrado por cortas extremidades que se agarraban de mi carne con fuerza. Quisiera haber podido moverme, pero no lo lograba, cada fracción de mí estaba pegada al piso y no respondía. Él ya se encaramaba a mi vientre, mientras sus risas resonaban en mis oídos, acompañadas de un olor a leche agria y carne podrida. Me hizo recordar el olor de la cuna, abandonada por la muerte en vida, por una tristeza egoísta que se había cobrado el precio más caro. El reloj mostraba las tres, sin mover sus agujas ni un milímetro. Tres horas, tres meses de vida, tres días de muerte; supe entonces el propósito de mi insomnio antinatural. 
 Cerré los ojos, no quería ver el infierno que yo misma había generado. Ya estaba sobre mis pechos, que debieron sustentarle la vida y sin embargo dejaron de hacerlo. A cada segundo los párpados se repelían, por más esfuerzo que hiciera en pegarlos. Su risa hacía sentir su aliento en mi cara. Dos sílabas se oyeron, el nombre de lo que no era, la repetición que era peor para mí que cualquier  otro castigo que pudiera haber recibido.
“Ma-Ma”
 No lo aguanté más y mis ojos se abrieron…


 Como todas las noches, mis ojos se abrieron a las tres de la madrugada. Normalmente me dormiría después de unos momentos de girar en la cama, pero no esta vez. Un regusto amargo de algún sueño o más bien pesadilla quedaba en mi cabeza, mas no podía recordar qué había sido. A oscuras me dirigí hacia la heladera para comer algo, aún sabiendo que ésta no ofrecería nada de interés. Después de ver lo esperado empujé la puerta,  que al cerrarse chilló de una forma extraña, lo que me pareció sonar como, como la risa de un niño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario