Elquíades echó otra mirada al cuerpo, tan
atónito como devastado.
–
¿Cómo ha podido pasar esto? ¡Y bajo nuestra vista! –exclamó, aunque haciendo un
dificultoso intento de disminuir su voz. Nadie debía enterarse de lo que había
sucedido, al menos no todavía.
–No podría decirlo; su tienda daba a los
páramos –le contestó Ferostenes, todavía trémulo.
–Más allá están ellos. Sí, uno de ellos podría
haberse acercado, protegido por las tinieblas nocturnas y haberlo hecho.
A Elquíades le hubiese gustado confiar en esa
respuesta, pero él bien sabía que de haberse acercado uno de los enemigos al
amparo de la noche, tarde o temprano los centinelas le hubiesen avistado. La
respuesta era mucho más simple, y el culpable mucho más cercano. Lo sabía,
aunque no quería reconocerlo, en su interior todavía guardaba la esperanza de
que todo fuera una simple fantasía. Miró de nuevo al que había sido su rey, y
también su mejor amigo; yacía en el suelo, con su cara mirando al techo de la
tienda, parecía dormir plácidamente, si no fuera por la flecha que sobresalía
de su pecho. Una sola flecha, rauda y sigilosa, había penetrado furtiva en la
tienda y acabado con la vida de quien fuera el más bravo guerrero que tuvo la
oportunidad de conocer. Las piernas le temblaban, y las lágrimas se agolpaban
en sus ojos, y su corazón le llamaba a hincarse sobre sus rodillas y llorar la
pérdida, pero no podía hacerlo, no habiendo tanto por hacer. Elquíades había
sido criado como un guerrero desde muy pequeño, y en sus años había aprendido
que el deber era lo más esencial; ya habría tiempo para lágrimas y plañidos
cuando las batallas terminaran. Ahora tenía un deber para con su reino, y su
difunto rey, y no debía dejarse distraer por sus sentimientos, ni siquiera
cuando éstos le quemaran el pensamiento. Era ya la medianoche, y al alba
tendrían la batalla –la última de ellas –pensó Elquíades, después podrían
volver al hogar. –Mi hogar… –Se encontró a sí mismo murmurando. Hacía ya cuatro
largos años desde que había dejado su hogar junto a sus compañeros, en pos de
la conquista, marchando por desiertos y praderas, soportando los fríos
lacerantes y calores sofocantes, a través de vientos que cortan cual hoja de
cuchillo y de tierras escarpadas donde nada crece, sin flaquear nunca sus
fuerzas, pero ahora podía percibir cómo éstas le abandonaban, ¿Qué era lo que
debía hacer? De súbito reaccionó y se dio cuenta que los otros generales le
estaban viendo fijamente.
– ¿Qué? ¿Qué queréis?
–Te hemos preguntado qué debemos hacer Elquíades,
¿Estás bien?
–Sí, sí... –. Aunque a simple vista se
evidenciara que no –Es claro que las
tropas no deben enterarse de lo que ha sucedido.
– ¿Hablas de mentirle a nuestros hombres? Esos
muchachos confían ciegamente en nosotros –. Meroes, el tercer general del ejército,
siempre había vivido por y para la batalla, y los hombres a su cargo eran casi
sus hermanos.
–No podemos decirles lo que ha sucedido, viejo
amigo –. Elquíades se volvió hacia Meroes –La moral ya está baja, y mejor no
hablar sobre las posibles deserciones y suicidios. Nuestra victoria mañana
depende por entero de su fuerza.
– ¿Y qué haremos Primer General? ¿Cómo
ocultaremos la ausencia del rey en el campo de batalla? –Preguntó Thelos, que
hasta entonces no había formulado palabra.
–Diremos que el Rey ha enfermado gravemente,
no es una buena excusa, pero es mejor que la muerte. Nosotros llevaremos su
estandarte de batalla al amanecer, conduciremos el ejército desde el frente, y
terminaremos la guerra. Podremos emprender el regreso a casa cuando todo acabe.
Al oírse aquella palabra, el peso de la
añoranza agobió la mirada de los generales, y una atmósfera aún más pesada
invadió la tienda –Extrañan sus hogares tanto o más que yo –dijo Elquíades
para sus adentros, el mencionarlo no había sido buena idea por parte de él. Los
tres eran hombres duros, tenaces, que soportaron junto a él incontables
enfrentamientos, pero la nostalgia es siempre capaz de doblegar incluso al
hombre más duro, como el calor termina por doblar al hierro.
– Vayamos a descansar –dijo –. Después de la
batalla prepararemos las exequias del Rey y daremos parte a los soldados. Ha
sido un día largo y mañana necesitaremos el completo de nuestras fuerzas.
Acomodaron el cuerpo del Rey sobre su cama, y
extrajeron con cuidado la flecha de su cuerpo, era una flecha hiloriana, no
cabía duda, su punta bífida y sus plumas color escarlata la delataban, pero
algo no cuadraba para Elquíades, la idea
de un enemigo acercándose a oscuras, y disparando una flecha a través de la
tela de la tienda, para después huir de nuevo en la penumbra, se le antojaba
poco creíble a aquel veterano.
Los cuatro se quedaron unos minutos alrededor
del que había sido su mandatario, y en silencio derramaron lágrimas por él,
todos ellos menos Elquíades, no podía hacerlo, lo sentía un insulto a su
memoria de guerrero. Al terminar se retiraron de la tienda, primero salieron
Ferostenes, Thelos y Meroes, y por último el primer general, que cerro tras de
sí la entrada a la tienda real. Cada uno se dirigió en silencio a su respectiva
tienda de campaña, dispuestos a descansar, por la mañana habría mucho que
hacer.
Elquíades se recostó, su idea era dormir un
poco, pero la cama se le hizo muy dura como para dormirse, y los recuerdos
asaltaban su mente. Recordaba su hogar, su casa, a su esposa y sus hijos. Todas
las noches los echaba en falta, y siempre temía no recordar sus caras. Temía
que tanto fuego, tanta sangre, tanto hierro, borraran para siempre los rostros
de su familia, sus facciones, los rizos negros de su esposa, entre los que
gustaba de perderse por horas, aquellos ojos grises que le habían embrujado,
hacía años ya, en aquel lejano banquete que celebraba el nacimiento del
primogénito del Rey, donde sus miradas se habían unido por primera vez y para
siempre.
Sus hijos no eran más que unos pequeños cuando
partió; recordaba que habían heredado su hirsuto pelo grisáceo vez de los
bellos rizos de su amada, y también habían heredado su robusta complexión,
serían buenos guerreros cuando cumplieran la edad para ello. En lo único que
asemejaban a su madre eran en esos ojos grises tan grandes y profundos, que
tanto le llenaban de regocijo cuando le miraban.
Elquíades se sorprendió a sí mismo de cuanto
recordaba. Trató de ir más allá, cuando de pequeño había sido llevado a aprender
sobre la lanza, la espada, el escudo y el caballo. No contaba con más que diez
años, fue allí donde conoció al que sería su rey, cuando no era sino un
escuálido muchachito. Varias veces había tenido que mantenerle a raya, ya que
era un niño muy pendenciero. Le vinieron a la memoria todos aquellos días donde
ambos habían vuelto a sus casas con la cara colmada de moretones, los nudillos
llenos de cortes, cubiertos de polvo y barro, –Son los golpes que forjan una camaradería
dura como el acero. –solían decir ellos a risas. Recordando esto, Elquíades vio
como las lágrimas le bajaban hacia las sienes, pero no eran lágrimas de
tristeza, eran las lágrimas que conmemoraban el recuerdo de su amigo, de su
hermano. Esgrimió una sonrisa, feliz de tener tan fresca su memoria todavía.
Un último recuerdo invadió su pensamiento,
aquellos tiempos cuando ambos salían por la noche a cabalgar y discutir sobre
el porvenir, y el desenvolvimiento de su campaña, “La Larga Marcha ” la llamaba él; no
hacía mucho, se habían sentado en el borde de un peñasco que sobresalía en un
lago, dejando los caballos atados a un árbol cercano. No olvidaba lo que le
había dicho después de una discusión:
–Tú, amigo mío, más que nadie has de saber cuánto
odio los derramamientos de sangre cuando éstos son innecesarios; mi primogénito
dentro de unos días va a cumplir los doce años, y ni siquiera puedo estar a su
lado para felicitarle, y obsequiarle su primer caballo, como nos los
obsequiaron a nosotros. Por ello lo que más deseo es otorgarle un reino libre
de guerras y sangre… a él y también a todos los niños que crecen en nuestro
reino. No deseo que pasen por lo que nosotros pasamos ¿Recuerdas? esas batallas
donde nuestros amigos caían como moscas, y lo único que ganábamos a cambio eran
más cicatrices en nuestros cuerpos, donde había que ignorar a la razón, y
seguir en pie por más adoloridos que estuviéramos.
–Fueron tiempos duros mi Rey –. Fue lo único
que se le había ocurrido decir.
–Sí amigo mío. Por eso es necesario que
consolidemos un reino de paz para nuestros hijos; si ganamos esta guerra, habrá
una paz duradera de la cual nuestros hijos podrán disfrutar; esa es mi
voluntad. Mi última voluntad.
No se dijo nada más y la conversación murió
para dar vida a una charla sobre las posibles formas de las nubes pasajeras, lo
que acostumbraban hacer desde niños.
Elquíades dejó ir sus recuerdos y se decidió a
dormir, tenía que guardar fuerzas para la tormenta que se avecinaba, la última
de ellas. Los hilorianos, que habían sido y todavía eran los más arduos
enemigos. Ahora habían reunido el grueso de sus fuerzas al pie de la entrada a
las montañas, decididos a acabar con ellos. Eran un pueblo amante de la
conquista y el pillaje; habían acabado con todas las ciudades al este,
reduciéndolas a cenizas, y se rumoreaba que posaban sus ojos codiciosos sobre
el reino de Faros. El Rey había sido sabio cuando tomó la decisión de
expulsarlos, si nadie les hacía frente, terminarían por tenerlos ante las
mismas puertas de sus casas.
Finalmente
Elquíades despejó su mente y se prestó a dormir, pero el amanecer lo sorprendió
todavía despierto.
Como si obedeciera un mandato divino,
Elquíades se colocó la armadura, las botas, y el yelmo dorado, y se ciñó el
cinto con la espada envainada, salió hacia los establos en busca de su caballo,
Babros. Era un caballo de magnífico porte, negro en todo su cuerpo exceptuando
una mancha blancuzca en su frente y cuyas crines nunca habían sido cortadas,
pues a Elquíades así le parecía más amenazador. Subió a lomos de Babros, y su
paje le alcanzó la lanza y el escudo, con su respectivo blasón, un lancero de
oro sobre campo de azur, con una bordura dorada que denotaba su condición de
general.
El ejército ya se formaba en los páramos de
Suai Er, era allí, en esas planicies de hierbas amarillentas, donde se
definiría la batalla. Las tropas se disponían en una distribución de infantería
en el frente, comandado por Meroes, arqueros a la retaguardia, y la caballería
a los flancos. En el flanco izquierdo comandarían Thelos y Ferostenes, y en el
derecho Elquíades y… el Rey.
Cuando Elquíades llegó al encuentro del
ejército, éste ya se hallaba formado por completo, frente a ellos, antepuestos
al saliente, formabase un enemigo que les doblaba en número, y en ánimos de
provocar una carnicería. Había tardado más que nunca en prepararse,
desconcertado, miró a sus tropas, ¡Uno de ellos lo había hecho! ¿Pero quién?
¿Quién sería lo bastante ruin como para poner fin a la vida del hombre que
quería llevar la paz al reino? Trató de alejar esos pensamientos, ahora, debía
concentrarse en otras cosas, sobre todo en cómo podrían contener al enemigo, si
ellos fallaban, no habría defensas cuando los Hilorianos extendieran su codicia
sobre Faros, su mujer e hijos serían esclavos, sus campos quemados, su casa
saqueada, ¡no podía permitirlo!
Thelos y Ferostenes se hallaban en vanos
intentos de excusar la ausencia del Rey, pero los gritos de las tropas tapaban
sus voces “¿Dónde está el Rey?” se les oía gritar en forma desordenada,
gritaban con ferocidad, pero era miedo lo que se escondía tras sus voces,
Elquíades lo veía en sus ojos, veía el miedo y el desánimo propagándose en
todos los hombres, incluso en él, ¡nunca había echado tanto en falta a su
amigo! sin el Rey, la batalla terminaría pronto, con funestas consecuencias.
Repentino, un bravo clamor se escuchó desde la
retaguardia “¡Allí viene el Rey!” vitoreaban los soldados, Elquíades por un
momento pensó que la desesperación ya había puesto a desvariar a los pobres
hombres, hasta que él vio también. Del campamento, asomaba a paso solemne el
caballo de guerra real, el que Elquíades conocía bien, porque era hermano mayor
de su Babros, el célebre Barithos, por completo negro como el ébano, y con las
crines tan crecidas, que le bajaban por el cuello, formándole una larga
cabellera. Sobre el caballo relucía la dorada armadura del Rey, con su yelmo
también dorado y la larga cimera negra ondeando al viento, y su escudo
orgulloso, en éste se veía el blasón real: El águila de oro coronada, con sus
garras extendidas, sobre un campo de sable. Y su lanza, también dorada, ondeaba
en lo alto, dándole la apariencia de uno de los grandes héroes de las leyendas
antiguas. El fiel Barithos caminaba cercano a las tropas, con su jinete
majestuoso, y cada vez que los hombres le veían, el valor afloraba de nuevo, y
levantaban espadas y escudos, lanzas y cuanta arma tenían a modo de saludo,
“¡Salve, salve nuestro Rey!” “¡Larga vida al Rey!” era lo único que se podía
escuchar.
Los
hombres habían cobrado un nuevo valor, los generales habían afirmado que se
hallaba preso de una terrible enfermedad, pero aun así, el Rey había acudido a
la batalla, y esto les llenaba de un júbilo sin igual. Elquíades contemplaba
incrédulo la situación, ¿Quién sería el impostor que había tomado la armas, y
la armadura del rey, y cínicamente había montado su corcel? Trató de ver la
cara del jinete cuando éste se situó a su lado, pero se hallaba harto cansado
como para concentrar la mirada, y el reflejo del sol saliente enceguecía su
vista; el jinete inclinó su cabeza a modo de saludo y se alejó de él, se situó
frente a todo el ejército, y movió su cabeza con lentitud de lado a lado, como si
tratara de encontrar su mirada con la de cada soldado. Allí donde miraba, el
fuego de la batalla refulgía en los ojos de los hombres, incluso en los
generales Thelos, Ferostenes y Meroes, para sorpresa de Elquíades –El amor que
le tenían al rey puede más que todo –pensó. Todos estaban invadidos de furor; aunque
entre todos los hombres, le pareció ver que había uno al que no se le denotaba
el valor, sino una mueca de incredulidad, Elquíades se sorprendió de verlo en
su línea de caballería; aquel quien miraba la situación con ojos encendidos, no
de valor sino de sorpresa, como si supiera la verdad detrás de todo. No tardó
Elquíades en reconocerlo, era el anterior paje del Rey: Gersos era su nombre,
hacía tiempo que no lo veía. ¿Cómo podía él permanecer impávido frente al
espectáculo que daba el supuesto Rey? ¿Por qué no se hallaba perdido en ánimos
como los demás? Él debía de saber la verdad, ¡Debía de ser el asesino! Pero por
el momento Elquíades no podía echar a perder la situación por una sospecha, por
una mera conjetura. Decidió que cuando la batalla terminara, si es que
sobrevivía, arreglaría las cuentas en persona con su sospechoso.
De pronto, el caballo del Rey se encabritó, y
el jinete sacudió su lanza en el aire “¡Raeh um Raeh!” gritó con fuerza tal que
el eco se sintió en las montañas, más allá de los páramos “¡Hermano con hermano!” Tal vez significara, Raeh
significaba tanto hermano como escudo. Era el grito de guerra que acompañara a
los Farosienses desde tiempos inmemoriales, “Raeh um Raeh” gritaron fieramente
los soldados a la vez, pero ésta vez era el valor y el regocijo el que inundaba
sus interiores, no el miedo. “Raeh um Raeh” gritó otra vez el jinete y se lanzó a un estruendoso galope, contra
las filas enemigas, pero no se hallaba solo, porque los jinetes de su escuadra
le acompañaban, y antes de poder reaccionar siquiera, Elquíades estaba
galopando junto a sus hombres. No sabía la razón, pero aquel hombre, que había
tomado el lugar del Rey, le infundaba ánimos, y le envalentonaba. Deseaba
confiar en él, no entendía por qué, pero ninguna otra cosa había en su mente.
Detrás de la caballería, Meroes y sus infantes juntaron sus escudos, de ocho
lados, y cóncavos en los extremos, para que las espadas pudieran pasar, y
avanzaron a su vez, hacia el fin de la guerra. Tan disciplinados estaban, que
sus pasos sucedían al unísono, y hacían retemblar la tierra, y el sonido de sus
pisadas parecía los golpes que diera un gigante de montaña sobre un titánico
tambor de guerra. Atrás, los arqueros disparaban sus dardos contra la vanguardia
del adversario, dando origen a una lluvia de mortales saetas de roble.
Elquíades cabalgaba lado a lado con Barithos y
su jinete, pero no podía verle la cara por más que se esforzase; optó entonces
por concentrarse en la batalla, y en ese momento, ignorando todo rastro de
prudencia, ambos hermanos corceles galoparon furiosamente, con sus jinetes
aullando enloquecidos, y cuando llegaron al encuentro del flanco hiloriano,
pasaron sobre ellos como si fueran simples malezas, ignorando espadas y lanzas y
dejando tras de sí un reguero de carne aplastada. Una y otra vez los jinetes
embestían como una sola punta los costados enemigos, haciendo honor al nombre
que se le daba a la caballería de Faros, “La Lanza del Alba” así era llamada tanto por aliados
como por oponentes, y temida enormemente si se hallaba en el bando contrario.
El supuesto Rey iba a la cabeza, sembrando
muerte y miedo por doquier, y su lanza, antes dorada, teñíase de rojo. A pesar
de las bajas, los hilorianos lograron reagruparse y hacer frente a los jinetes,
que tuvieron que retirarse para una nueva embestida, pero en ese momento, una
lluvia de dardos cayó sobre ellos, los arqueros hilorianos, célebres por su ojo
certero, estaban vaciando sus carcajes sobre los jinetes de la Lanza. Una de
las flechas fue a dar en pleno pecho del jinete en la armadura del Rey.
Desafortunadamente, todos los Farosienses vislumbraron la escena, y el fuego de
sus ojos se extinguió, y las fuerzas que antes mostraban comenzaron a flaquear,
pero el jinete magnífico detuvo a Barithos, clavó su lanza en el suelo y con su
mano arrancó la flecha de su pecho, y la arrojó con tal fuerza, que fue a caer
a los pies de los arqueros hilorianos. Tomó de nuevo su lanza áurea, y gritó
con terrible voz “¡Raeh um Raeh!”. – ¡Raeh um Raeh!- respondieron los soldados,
esta vez más fuerte que nunca, y el fuego volvió a encenderse en sus miradas y
en sus corazones, y avanzaron inexorablemente contra sus enemigos.
La infantería llegó al encuentro de la
vanguardia hiloriana y aprestando sus escudos, comenzaron a hacer bajar sus
aceros sobre quienes estuvieran en su camino. Y Mientras que en los ojos
Farosienses se iluminaba el fuego furioso, en los hombres de Hiloria los ojos
se oscurecían de miedo y desesperación, y muchos lamentaban el siquiera haber
osado plantarles cara a los valientes soldados de Faros, y gritaban de terror y
caían por montones bajo la feroz acometida de la infantería, que avanzaba
empujando con sus escudos, y haciendo bailar las espadas sobre los acobardados
hilorianos, certeras, implacables, imparables.
Los cadáveres de los hilorianos se apiñaban
por dondequiera que se mirase, y los carroñeros se acercaban cautelosamente
para darse un festín con la matanza. Mientras, los Farosienses cantaban y
lanzaban vítores, y se inundaban de felicidad ¡La
Gran Marcha había por fin terminado!
Elquíades ordenó a los soldados que se perdonase la vida de aquellos
supervivientes hilorianos que suplicasen clemencia y abandonó a sus compañeros.
Había sido herido en una pierna, y rojos hilos le llegaban hasta el tobillo,
pero no hacía caso al dolor, no era primordial, tenía que encontrar al paje
Gersos, aquel muchacho tendría mucho que explicar.
No tardó mucho en encontrarlo, se hallaba
tendido en el suelo, exánime, con más de una flecha erizando su torso; en su
cinto colgaba un pequeño saco, Elquíades lo abrió con la lanza del rey, que
todavía llevaba en su mano, y de él rebalsó un manojo de monedas de oro con el
sello de la sierpe, el ya mencionado emblema de los hilorianos; había dado con
el traidor. Elquíades se preguntó cuánto oro valdría tomar a traición la vida
de un rey y amigo, esperó que el desgraciado, al menos, hubiese cobrado una
suma cuantiosa por su crimen. –Ha
obtenido lo que se merecía. –se dijo, y se alejó del cuerpo. Ahora tenía otro
asunto por resolver: la identidad del impostor. Miró a su alrededor y en la
distancia vislumbró al caballo Barithos, alejándose con el jinete hacia el
campamento, éste se bamboleaba sobre su silla. Subió a lomos de Babros y se
dirigió en un galope veloz detrás de aquel hombre. Debía ajusticiarlo, si bien
había sido gracias a él que obtuvieron una gloriosa victoria, había profanado
la memoria de su Rey, y robado sus pertenencias, y eso lo habría de pagar. A su
persecución se unieron los demás generales. Cuando casi llegaban al campamento,
descubrieron al jinete que se apeaba del caballo, el cual se tendió exhausto en
el suelo, y se dirigió con pasos pesados a la tienda real. Una vez se introdujo
en ella, Elquíades, Thelos, Meroes y Ferostenes la rodearon esperando que
alguien saliera, pero nadie salió. Al cabo de unos minutos, se decidieron por
entrar; cada uno rasgo la tela de la tienda y entró por un lado diferente, para
que no pudiera escapar quien estuviera en ella. Pero una vez dentro sólo vieron
la armadura, yelmo, escudo y espada ensangrentada sobre la mesa y detrás al rey
sin vida, todavía recostado. Ninguno de
ellos logró explicarse qué había sucedido. Elquíades se paró a un lado de la
cama donde el Rey yacía exánime, vio que una nueva luz bañaba su rostro, en su
boca se descubría una sonrisa.
–Tan testarudo –murmuró riendo –Que ni las
alas negras de la muerte pudieron apartarte de tu objetivo.
Ferostenes se acercó a él. –No entiendo, ¿Qué
es lo que ha pasado? –Dijo – ¿Qué fue lo que hemos visto hoy?
Elquíades
levantó su rostro y miró a los confusos generales.
–Sólo el cumplimiento de la última voluntad del Rey.
Sin decir más, salió de la tienda dispuesto a anunciar la muerte del rey y ordenar los preparativos para las exequias.
–Sólo el cumplimiento de la última voluntad del Rey.
Sin decir más, salió de la tienda dispuesto a anunciar la muerte del rey y ordenar los preparativos para las exequias.
Y después, emprendería el regreso a casa.
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