sábado, 27 de junio de 2015

Las Branquias Abiertas de América Marina

 El Pacha entró a la cocina arrastrando tras de sí una peregrinación  de puteadas por lo bajo, el Indio supo qué le pasaba al instante que lo vio entrar, pero aun así tuvo la decencia de preguntar:
 – ¿Qué pasa barbudito?
 –Ingleses me pasan Indio, ingleses –respondió, sacudiendo las manos como si fuera a dar una arenga para las ollas y los teflones.
 Al Indio aquellas situaciones le sacaban una risa, sobre todo por la reacción de calentón del Pacha. Reacción que de todas formas no le parecía injustificada, ya que en los momentos que acudían ingleses al local, el pobre Pacha no tenía permiso de salir de la cocina ni siquiera para ir a mear. Como tenía barba y el pelo un poco bastante crecido, por más atado que lo tuviese, traía mala imagen al local, “antihigiénica” era el término que elegía Don Luis. Claro que esto sólo importaba cuando algún europeo pisaba el restaurante.
 –Calmate Barbas, es un rato nada más, si querés después vamos a tomar unas birras a la Bahía y nos olvidamos de todo, le digo a Ceci si te parece –dijo el Indio, después de sacudirle la cabeza con las manos.
 –La re concha putrefacta de Margaret Thatcher –. El Pacha estaba en aquellos momentos más enfocado a hablar con la bandeja metálica que tenía en frente que con la gente.
 El Indio se asomó fuera de la cocina para ver a los VIP recién llegados, eran dos, un hombre y una mujer de mediana edad, en apariencia comunes como bolita china, que se habían sentado frente al estanque “de los bichos” como les solían llamar todos. Sentado a su lado estaba Don Luis en plena labor sobadora, por momentos parecía un granjero que cepillaba las vacas gordas pero para ordeñar euros, dólares y libras en vez de leche. Al Indio le asqueaba realmente aquel comportamiento, pero en el restaurante no era dueño ni de la mugre, así que su labor consistía en callarse y hacer caso.
  “Corré los otros pedidos que los señores tienen que comer, y acordate que nada de Don Luis, soy el Señor Hughes ahora” la situación por venir se figuraba en su mente; miró el estanque, sabía que una de las pobres centollas iría a parar a la olla en unos minutos, seguro la más grande sería la triste nominada para deleitar a unos comensales foráneos.
 Todo lo que sabía sobre cómo cocinar crustáceos lo había aprendido de su viejo: hay que cocinarlos con vida, porque su carne se echa a perder enseguida. Sufren, como todo animal sufriría de ser hervido vivo; y hay que ponerlos en agua fría y luego calentarla o se les rompían las patas por sus intentos de zafarse. Existe una forma de ahorrarles tanto sufrimiento: clavarles algo afilado en su centro nervioso justo antes de echarlos al agua, lo que al menos les otorga una muerte rápida, pero aquello era tan complicado que casi nadie lo hace, mucho menos si te apuran de arriba.
 – ¡Indio!  –lo llamó Don Luis, ya por tercera vez, de repente frente a él.
 – Ahí estoy–se apuró a dar una respuesta el joven.
 – Concentrate boludo, que hay gente gente.
 – Perdón Don... Hughes, ¿qué hay que hacer?
 – Corré los otros pedidos que los señores tienen que comer, y acordate que nada de Don Luis, soy el Señor Hughes ahora . En aquellas situaciones al jefe le encantaba sacar a relucir su apellido, según el chusmerío la única herencia que un marinero británico había dejado generaciones atrás en su familia.
 – Claro, ¿Centollas pidieron los señores?
 – La más grande– dijo Don Hughes señalando a una en especial, que se encontraba rezagada en el estanque, sin dudas la más grande por mucho. –Y apurate, que recién llegan acá a Ushuaia y quieren probar lo que pescamos.
 – En un rato está –. Sin decir más, el Indio se calzó el guante, y una vez llegó a la pecera, tomó al crustáceo elegido. –Seguro me piden una foto con el bicho –pensó, no se equivocó;  el hombre de la pareja se acercó a preguntarle algo, el Indio no sabía mucho inglés, pero entendió el pedido. La centolla era pesada cuanto menos, mientras la sostenía para que fuese fotografiada el brazo se le llenó de calambres, y la foto resulto ser más de cinco fotos, que también resultarían ser fotos con él, ya que por los rasgos que poseía a Don Luis Hughes le gustaba sacarlo a exhibir como su “empleado aborigen”. –Y este Pacha que se queja de que no puede salir de la cocina – soltó el empleado aborigen en voz baja.
 Llevaba la centolla con una mano, en tanto con la otra se frotaba la zona acalambrada. Vio al Pacha tirando un par de señores a la basura (todos los restaurantes tienen señores y todos se esfuerzan en ocultarlo como si fueran la peor contaminación, cuando estos en realidad son más limpios que un obsesivo compulsivo, es una cuestión de cantidad de patas), le indicó que le pusiera a calentar el agua, el Pacha sacudió la cabeza, al parecer entre más insultos, y encendió la olla, luego se enchufó unos auriculares, con un poco del rock nacional que le volvía loco,  y empezó a despejar la bacha, de espaldas a todo lo demás. El Indio comprendió que estaba de mal humor, no sería bueno hablarle en aquel momento, mejor dejarle trabajar a su manera.
 La centolla seguía moviendo sus patas arriba y abajo en su mano, El Indio se preguntó como tantas veces qué pensarían aquellos seres cuando se veían en una situación así, pero era una pregunta que no ayudaba en aquel trabajo. Tenía que echarla en la olla antes de que el agua empezara a calentarse de más.
 –Disculpe joven, pero me gustaría pedirle, si fuera tan amable, que no me arroje en ese sitio.
 El Indio miró al Pacha – ¿Mmh?  –emitió como sonido interrogatorio; el Pacha estaba de espaldas, y ni siquiera escuchó, se mantenía en otro plano gracias a una canción de La Renga que lo aislaba del mundo.
 –No es él quien le habla sino un servidor, observe su mano por favor.
 En su mano la centolla movía sus patas arriba y abajo, esta vez en un orden más significativo, como si se expresara mediante gestos. El Indio casi dejó caer al crustáceo cuando comprendió de dónde provenían las palabras.
 – ¿Vos me hablaste? –preguntó, entendía más nada que poco, pero como no había nadie cerca no temió quedar como un delirante.
 – Sí, yo le hablé, para ser sincero no estaba entre mis planes el ser recogido de mis queridas aguas sureñas, pero acá estoy, y no tengo deseos de morir, menos para ser comida de esa gente. –. El animal hablaba con una voz tranquila, y por alguna razón el Indio pensó que por su forma de hablar debía ser alguien académico, si eso fuese posible, dentro del mundo de los mares.
 – ¿Estás hablándome de verdad? –. Miró hacia atrás, el Pacha seguía en sus asuntos y su música. ¿Le habría metido éste algo en la bebida? Era un pensamiento muy estúpido, el pacha no era así y no había tomado nada desde antes de salir de su casa.
 – Veo que esto es un poco difícil de asimilar ¿Cuál es tu nombre? –. Una de las patas del marisco se dobló, como si rascara su cabeza, y luego se estiró hacia la cara del Indio.
 – Me llamo Quimey, pero decime Indio, todos me dicen el Indio.
 – Bueno, Indio, mi nombre es José Luis Centolla, vivo en la corriente sureña, y trabajo como crítico literario marítimo.
 – ¿Como qué?  –preguntó el Indio casi a gritos.
 –No es un trabajo muy complicado, me ocupo de escribir trabajos sobre la literatura de mi ecosistema. Hay muchos escritores en el mundo oceánico, aunque de ser sincero, prefiero los de los mares del sur, ¿conocés alguno?
 –No, creo que no, ni sabía que las centollas hablaban  hasta hace un minuto –respondió el Indio, ya convencido de estar por  completo bajo algún delirio. Colocó a José Luis sobre la mesada para poder relajar su brazo y permitirle hablar mejor.
 –Hay muchos, tantos, que no sabría por dónde empezar. En las zonas más cálidas hay algunos como Miguel Ángel Holoturias, Juan Pulpho o Gabriel García Marpez, que destacan por su Oceanismo Mágico; también está Cangrejo Carpentier, que a mí personalmente no me agrada. Hacia el sur está Horacio Quiboga, aunque es más de río que de los mares, Ernesto Sábalo, o Adolfo Surubioy Casares. Pablo Beluga y Violeta Mojarra son poetas muy buenos del Pacífico. Otro, más del Atlántico, es Abadejorge Luis Borges, una especie de pez ciego, muy bueno a pesar de ser un tanto partidario de los mares del norte; él y la crítica llamada Victoria Hipocampo hicieron un gran movimiento literario hace unos cuantos años. Julio Coraltazar es uno de mis escritores predilectos, pero la escritura de tal especie es un tanto rebuscada para el gusto de muchos en la fauna acuática. Y por último, alguien quien resultó inspirador a las nuevas generaciones, es Eduardo Lampreano, que escribió una obra titulada: “Las Branquias Abiertas de América Marina”. ¿Te suena alguno de los mencionados?
 –Me suenan mucho, mucho, pero no los tengo.
 –Si me dejás volver al mar te prometo volver a verte con ejemplares de cada autor que he mencionado, para que puedas ver que el mundo acuático es más de lo que pescan las redes.
 El Indio sopesó la situación, aquel era un evento que quizás nunca se repetiría, y era una oportunidad de abrir un nexo entre mundos que tendrían mucho que intercambiar. Vio por el rabillo del ojo que alguien se acercaba, era don Luis.
 –Don Luis, mire lo que…
 – ¿Qué hacés pelotudo? –interrumpió su jefe –Hace media hora casi que te mandé a cocinar la centolla, te dije que los clientes querían comer ¿te falla algo?
 –Pero Don Luis, ésta centolla es…–. Don Luis lo calló con un gesto un tanto violento y tras tomar entre sus manos al crustáceo, lo echó a la olla con agua, que ya hervía por el tiempo demorado. Los gritos que se escuchaban desde la olla, los gritos desesperados de José Luis Centolla arañaban la cabeza del Indio, le hacían sentir el terrible dolor que padecía, pero parecía ser el único que percibía aquello; Don Luis ni siquiera se inmutaba ante los alaridos del pobre marisco, sino que seguía con los sermones como si nada pasara. El Indio no fue capaz de escuchar ni una palabra más, los gritos eran todo lo que oía, los gritos que recorrían su cabeza y su cuerpo demandando alguna acción, alguna reacción. Cada segundo en el que Don Luis seguía allí devenía en una eternidad de tortura dentro de la mente del Indio, se vio caer, sumergirse, en un tanque de agua que le ahogaba, agua que luego subía su temperatura más y más hasta convertirse en un calor atroz, el cual hacía escocer su carne poco a poco, y maximizaba la escala del dolor en ese instante en que el tiempo parecía no avanzar.
 –Hughes, infeliz, metetelo en la cabeza–  terminó su jefe, y como si hubiera cumplido una misión fundamental se retiró de la cocina, sin dudas a explicar a sus clientes favoritos del día algunas razones fabuladas acerca de la demora.
 Ni bien lo tuvo lejos, el Indio apagó la olla y sacó con unas tenazas al crustáceo, había perdido unas cuantas patas y los gritos invadían toda la cocina. Seguía con vida, pero el sufrimiento debía ser intolerable, lo sabía, de alguna manera lo percibía en su cabeza. Trató de hablarle, pero no recibía más que gritos en respuesta, era evidente que la mente José Luis Centolla había desaparecido detrás del umbral de sufrimiento. El Indio entonces recordó lo que sabía sobre cocinar mariscos; tomó un punzón de entre los cubiertos, buscó el centro del crustáceo, y se lo clavó con un golpe rotundo. Deseó, inútilmente, poder así acallar los gritos y pretender, en su siguiente jornada laboral, que todo aquello no había sido más que un delirio momentáneo.


jueves, 28 de mayo de 2015

2015, Una Eneida Espacial

 Hay días y días, para personas y personas: días buenos, días malos, y días de constipación que derivan en una experiencia transgaláctica. A veces se tiene los primeros, a veces se tiene los segundos, y algunas muy disminuidas veces, puede que bajo la ayuda de ciertos estupefacientes, se tienen los terceros. Hasta ahora, jamás se había documentado la sucesión de los tres casos en los Anales de la Realidad, (best-sellers recopilados en la Biblioteca de la Rutina que han mostrado una descomunal cantidad de lecturas, por más que ninguno de los lectores haya experimentado otra sensación que el aburrimiento; para más información consúltese el Compendio de Situaciones Cotidianas y Quejas sobre la Existencia, escrito jamás terminado debido al inesperado suicidio de quienes intentaron continuar el tomo quinto), mas Alex pasó por todos esos días en el transcurso de una semana. Algo normal considerando que era yankee, ya que según aquellos documentos históricos análogos en video, provenientes de la agencia recopiladora que los humanos denominan Hollywood, nos ha confirmado que a los oriundos de “Hamurrica” suelen sucederles tales peripecias. Por ello es seguro que él haya sido al que denominan “El Elegido”.

 No había sido una semana sencilla para el llamado Alex; le habían invitado un lunes a la Gran Feria de los Quesos en su ciudad habitual, ese fue su día bueno. Un martes recordó que no era un ser de tránsito ligero, ese fue su día malo. Por supuesto que podemos suponer cuáles fueron los días que siguieron.
 Mas nada de esto es de interés al gran motor universal, ni tampoco lo atacantes que resultan los eventos improbables a la salud de las personas probables. Así fue que el día que Alex descubrió que su constipación se había esfumado, un domingo, y con gusto fue a comprobar sus deducciones al baño, al momento de concluir el asunto fue succionado por uno de esos vórtices que se manifiestan en ciertos lugares donde la probabilidad decide jugarle una mala pasada a la comunidad científica. Según se cuenta, hubo muchos testimonios de que aquel domingo las nubes parecieron formar unas palabras en el cielo, y todos los testimonios concluían en que las palabras eran: EN TU CARA STEPHEN HAWKING.
 El pobre Alex, que ni tiempo para levantar sus pantalones había tenido, no pudo ni siquiera darse el lujo de sufrir un infarto ante tal inesperada situación. Nada de eso decía el manual del nuevo inodoro oriental inteligente (Con un nuevo modo que ponía una radio si la cosa se complicaba) que recién había terminado de pagar; aunque al instante que vio las estrellas volando en torno a él entendió que quizá no fuera un problema de plomería sino algo más.
 Se limitó a quedarse quieto, muchas otras posibilidades no se veían como posibilidades, mientras atravesaba el cosmos a una velocidad de V20 en unidades cósmicas (Siendo V el punto de “Voy muy rápido, creo que atropellé una anciana alienígena” y cada número significa una potencia, se imaginarán que V20 UC era realmente una velocidad). No gritó en ningún momento, esto tal vez fuera debido a que en el espacio exterior el sonido no se transmite, porque sí que hubo intentos dignos de reconocimiento.
 Las estrellas, los quásares, las galaxias, y otras cosas brillantes aun ocultas al conocimiento del hombre común, se habían convertido en fibras de luz, se espiralaban en paredes de un túnel hiperespacial, una especie de caleidoscopio que algunos entes de proporciones inconmensurables regalan a sus hijos para las fiestas. Luego el desfile quebró el espacio con un mísero ruido onomatopéyico y Alex aterrizó en un plano inundado de luz blanquecina. No era una luz que lastimara los ojos, no parecía entrar por los ojos tampoco, así que Alex pudo abrirlos sin problema. No vio nada, aunque sí pudo oír.
 – ¡Felicidades! Forma de vida viviente. Aunque ¿qué es la felicidad? ¿Un estado de la mente o un conjunto de circunstancias cósmicas? Como sea, ningún ser logra llegar hasta aquí sin sufrir en el camino la privación de la parte viviente de su forma de vida –habló una voz.
 – En efecto, tu llegada aquí fue de lo más singular, cuando no estamos acostumbrados ni siquiera a las pluralidades –añadió otra muy parecida.
 – ¿Qué? Yo no vine a este lugar por mi cuenta. Estaba… durmiendo cuando fui arrastrado por Dios sabe qué cosa.
 – Por favor, no hables ese nombre en este recinto, ¿No viste el cartel?
 Alex al instante tuvo a su alcance una imagen de lo que le pareció ser Dios, con algunos tentáculos de más, debajo de ella se enunciaba: “No le acepte creaciones a este Señor” –Lo lamento –dijo –No tengo la menor idea de cómo llegué.
 –Hmm, esto es muy irregular –contestó la primera voz – Eso debe significar que éste es “El Elegido”
 –Me tienen hasta el demiurgo los elegidos –dijo la otra voz –Si viniste es por algo ¿Qué se te apetece? Ya sé, ser todopoderoso ¿o no?
 –A decir verdad –Alex arrastró sus palabras –Sólo quería volver a mi ba… a mi cama. Pero la idea de ser todopoderoso no suena tan mal.
 –No es problema. Está hecho, además, se ve que alguien que lleva sus pantalones así de bajos lo necesita.
 Alex ni se había percatado de que como había despegado había aterrizado. Trató de subirse la ropa, pero tropezó y cayó, o lo hubiera hecho de haber gravedad allí.
 –Por favor –la primera voz se dirigió a la otra voz – ¿En serio vamos a otorgar la omnipotencia a éste?
 –El anterior no fue mucho mejor que digamos, por algo está el cartel –contestó la segunda –Aquí está tu omnipotencia, mortal, y no vuelvas a hacer algo tan vergonzoso nunca. Jamás.
 –Pero yo…
 –Adiós forma de vida viviente de pantalones caídos – las voces hablaron al mismo tiempo.
 –Pero…
 Apareció Alex frente a la atmósfera de su planeta, de ser normal se habría muerto por asfixia pero tal parecía que las voces no habían mentido. Miró hacia la Tierra y pudo escuchar las voces de todas las personas; de todas las personas y algunos animales de los que descubrió que podían hablar perfectamente, sólo que nunca habían encontrado a la humanidad digna de una conversación interesante.
 Escuchó a las personas quejarse de sus vidas, insultar en silencio a sus superiores, rogar con ganas a un Universo que al parecer conspiraba a su favor, e imaginar posibles mejores finales para los shows que miraban. Escuchó a los delfines despedirse antes de abandonar el planeta, a los perros componer sonetos a una pierna pasajera, y a los cerdos hablar acerca de un golpe de estado al capitalismo.
 Extendió su conciencia y probó su poder en flagrantes formas milagrosas. De repente una tostada recién calentada mostró una cara santificada, un político trató de ser honesto (dos minutos antes de morir por un implante de prótesis de plomo), una foto en internet causó una sobreproducción de agua potable en un continente empobrecido con cada pulsión de cierto botón, declararon a cierto local multinacional de comidas rápidas como tres estrellas en el concurso Michelin, una adaptación resultó ser fiel a una obra para luego ser un fracaso de taquilla, y unos obreros de construcción le gritaron a una chica que pasaba lo encantadora que era su personalidad.
 Podía escuchar y entender todo, y sin duda alguna hacerlo todo. Era el nuevo ser omnipotente en aquel Universo, podría lograr que el flujo de todo fuera diferente para bien o para mal.
 –Después de la siesta –pensó. Y tras dormirse, tuvo un extraño sueño en el que le invitaban a la Gran Feria de los Quesos, un día lunes.


martes, 19 de mayo de 2015

El Macho Alfa

 No había pasado un segundo desde que se había abierto la puerta cuando me asaltó el pensamiento de que quizá tal vez quedarse en casa durmiendo hubiera sido lo mejor, pensamiento que se duplicó al dar el primer paso hacia adentro. Aquella noche no pintaba para una fiesta ruidosa, pero bueno, me había invitado bajo insistencias y masvales, y tenía ganas de verla después de la última noche. El pensar eso me traía aquella canción de Luis Miguel a la cabeza, música grasa que resonó en mi cráneo por no poco tiempo.
 La busqué con la vista al cruzar el umbral de la entrada, tal parecía que no había llegado todavía, y había pocas, por no decir casi ninguna, cara conocida. Sucedieron algunas palabras de cortesía e intentos de prestar ayuda con las pizzas, que más que nada dieron gala de mi ineptitud social; aunque aun así había logrado ser introducido en un círculo bastante agradable: unos chicos que estudiaban Biología, y leían mucho Lovecraft. Tenían ya los ojos rojos y la sonrisa perdida, pero no volverían a hacer ronda sino hasta que llegaran algunos más de su grupo. Por mí estaba bien, no tenía ningún apuro, salvo quizá la ansiedad por querer verla que me apretaba suave pero constante las entrañas.
“…que pasé contigo, quisiera olvidarla pero no he podido…” Casi más pensé esa estrofa en voz alta, tal vez lo hice; si el que estaba al lado mío se había percatado pronto se olvidó debido a interferencias químicas en su sinapsis. Por suerte estaba más ocupado en contarme algunos de sus planes en su vida de Zoólogo naturalista.
 –Como te decía, quería especializarme en moluscos para descubrir alguna especie de Cefalópodos y denominarlos Cthulhuloideos. Sería la posta –Me contaba con un entusiasmo extraño. A decir verdad, no me parecía mala idea, y hasta podrían ser ricos esos bichos.
 –Bueno, todo bien mientras no les hagas sacrificios…
 La idea pareció divertir o intrigar a mi compañero, tuvimos que interrumpir nuestra conversación para dar lugar a los nuevos invitados que iban llegando. La casa se saturaba más y más con cada minuto que transcurría. Gente que parecía buena onda, neutrales, y también, la puta madre, el estúpido que le hablaba todos los días a ella. No era estúpido por eso, no por eso solo; cada pulgada de su persona me era repelente y su nombre era una aliteración que daba ejemplo clave de la estupidez humana y paterna: Rodrigo Rodríguez; su padre debía tener un muy particular sentido del humor. Para colmo venía acompañado de su tropilla de idiotas condescendientes.
 Me incomodaba pensar que me tendría que ver con ella delante de RR, más todavía con las ganas que él le tenía. A tal punto que no había publicación que él no comentara o pusiera me gusta, como un perro faldero que estalla de felicidad ante cualquier mínima chance de echarse encima de una pierna regordeta.
 Cuando al fin ella llegó, debo reconocerlo, me alegró bastante el hecho de que ni bien me hubiese visto caminara  hacia mi grupo para saludarme. ¿Cómo describir a Sandra? La cheta más copada que tuve el placer de conocer sería un buen comienzo descriptivo; ejemplar poco común de la pradera provincial, ya que cheto y copado no suelen ser rasgos comunes de una misma especie; a pesar de tener la oligarquía impresa a fuego en la frente, su forma de andar por la vida era tan fresca, tan simple que uno simplemente no podía estar sino cómodo y alegre a su lado.
 –Viniste – me dijo después de un primer abrazo.
 –Claro que no, esto que ves es una proyección astral –. Acompañé la oración con un sonido que pretendía emular un tinte fantasmagórico.
 –Who you gonna call?
 –Ghostfuckers, eh digo busters!
  Al verla reír las ganas de pasar todo el tiempo con ella no me faltaban, pero no quise prestarle demasiada atención en aquel primer momento. A nadie le gustan los zalameros, los pegotes cansan, dejé que terminara el saludo y seguí hablando con mi grupo. Así ella podría pasar el rato con sus amigas y sin agobiarse por un seguidor fastidioso.
 No obstante, no le saqué los ojos de encima a ese culo, mientras dejaba correr las horas con mis nuevos conocidos. Ella tampoco me corría la mirada. Los ímpetus me empujaban a ir a su lado, pero para relajar me repetí la letra de Freedom una y otra, y otra, y otra, y otra vez.
 Llegaron los amigos que mi grupo aguardaba, cinco o seis a cuyas caras no presté atención de momento, y la ronda fue convocada. También las amigas de Sandra se sumarían, ya que entre la ronda estaban algunos de sus machos, me tocaba un huevo porque  a veces aprovechaban esto para alargar su turno simulando distraerse, pero bueno, cada uno con lo suyo, mas no te encanutes el yuyo.
 La habían dejado sola ya que ella decía nunca fumar; ese era mi momento de ser su compañía, aunque fuera por un rato, momento que el infeliz de ErreErre ya había aprovechado como buitre en la sabana al ver algo de carne. La había abordado con su grupito de lelos, ninguna oportunidad desaprovechaba el forro.
 Una violencia digna de película de Rambo me llenaba la cabeza por ver cómo le hablaba con esa sonrisa de dientes chuecos, que emanaba el más repugnante de los alientos. Y sus temas no eran más que alardes o menciones de logros dudoso, como que estaban por editarle una novela, o que un reconocido autor le había invitado a su casa para conocer sus escritos, cuando en realidad apenas sí sabía escribir, si fuésemos a redondear para arriba. Su único “logro” en la vida era tener auto, regalo de papi y mami. Yo igual sabía que a Sandra no le iban esas cosas, o lo hubiera sabido de no estar mi cabeza así de ofuscada.
 ¿Por qué escuchaba lo que decía ese sorete? ¿Por qué le dejaba acercarse de esa forma? ¿No era que las mujeres podían oler la mentira? La vida de ese infeliz era una mentira descomunal, un mito aburrido. ¿Por qué estaba ahí con él, si me había insistido tanto para que viniese a esta puta fiesta? ¿Por qué estaba ahí con él, si aquella canción de Luis Miguel, la puta madre, aquella última noche que pasó conmigo, cuando me tenía preso entre sus piernas me había dicho que quería estar toda la vida así?
 “Te pasa por moverte una cheta, Mati, son todas iguales y lo sabés.” La voz en mi mente no sumaba para nada. No me importaba que cada tanto mirara en mi dirección, ese brillo en los ojos, ese beso disparado, eran todas mentiras. Era una mentirosa, y una estúpida por dejar que ese tipo le entablara sus chamuyos baratos, la odiaba, realmente lo hacía, y nunca más, nunca más, nunca más pensé, pero la verdad que no sabía qué cosa.
 “Todas iguales, las chetas con como los políticos, cuando se cansan de cogerte se pasan a otro partido” Creo que poco más y habría vomitado todo de seguir escuchando tanta mierda, de seguir metiendo tanta rabieta en mis tripas. Suerte que en un arrebato de sensatez me sumé a la ronda que ya se había terminado de asentar en el patio de la casa, y justo me tocaba.

 Unos minutos después el aire era niebla y risas, no me había percatado de las bellas siluetas que las luces reflejaban sobre los humos que paseaban en la atmósfera, la música acompañaba estos sentires. La noche no era tan mala, ¿A quién le importaba un carajo nada? A mí ya no. Ya no escucharía las voces molestas que venían desde mi interior, en su lugar sólo atendería lo que dijesen los demás y me olvidaría de todo.
 Uno de los muchachos me ofreció iniciar la nueva ronda; hasta aquel momento no me había percatado de su rasgos, ni de lo lejos que quedaría su hábitat natural: Ojos verdes, nariz ancha, piel roja, y melena y barba rubias, además toda su cara se precipitaba hacia adelante como si fuera un hocico. De pronto entendí por qué ese chabón era amigo de los muchachos de Biología, comprendí al instante un enigma que haría palidecer a un Darwin.
 –Chabón, ¡Sos un león! –Le dije sin pensarlo casi.
 – ¿Un qué? –. Creo que lo tomé más desprevenido que recordatorio de examen.
 –Que sos un fuckin’ león, Panthera Leo. No me digas que nunca te lo dijeron.
 –Creo que no –Se rio unos segundos –pero me caés bien. ¿De dónde conocés a estos?
 Le expliqué más o menos la situación entera, buscando quedar lo menos maricón posible, y enfatizando en lo pelotudo que era quien buscaba a mi chica. Por su cara me pareció que lo de maricón lo pensó bastante, por más que se esforzó en fingir que nada similar pasaba por sus pareceres de predador selvático.
 –Ah, no te compliques –me dijo mientras soltaba el humo –El macho alfa jamás se preocupa por los cachorros.
 –Ves que sos un león, ¿qué hacés acá, fuera de la sabana?
 –Conociendo nuevos territorios, de cacería, ya sabés.
 Desvió su mirada por sobre mi hombro, sentí una mano y una voz que me delataron la presencia de la cheta en mi retaguardia.
 – ¿Me hacés un lugarcito? –preguntó. “Con su voz gangosa de clase alta privilegiada” dijo mi cerebro, mordaz cuando nadie lo necesitaba. Una parte de mí pretendió hacerse la mala, las palabras que había dicho mi amigo nuevo, el león, Panthera Leo, la hizo recapacitar al instante.
 – ¿No que vos eras una santita? –pregunté mientras me movía hacia un costado, aunque sin mucha prisa.
 – Seh, vos me dijiste lo mismo cuando te conocí. –. Se sentó al mismo tiempo que el león se incorporaba.
 – ¿Ya te vas? –. A decir verdad, me daba lástima verlo partir.
 –Tengo que irme, ya sabés –dijo mientras se sacudía como un animal en la mañana Africana.
 – ¿De cacería?
 –Claro – se rio una vez más –De cacería.
 –Es un león ¿viste? –susurré a la recién sumada
 Ni bien se alejó me di cuenta que estábamos Sandra y yo solos y abandonados en aquel lugar.
 – ¿Vos no estabas hablando con el Rorrigo Rorriguez? –. Enfaticé las erres lo más que pude.
 –Pretérito Imperfecto, segunda persona singular del verbo estar; y gerundio del verbo hablar, ¿gerundios querido? Borges odiaba los gerundios. ¿No era que vos buscás ser un escritor sublime como él?
 –Andate a cagar
 –Mejor ni te hablo de la pesadilla gramatical que acabás de proferir, hereje.
 Recordé al segundo lo mucho que la amodiaba, “Chetas…” me dije por lo bajo.

  Por poco amanecía cuando decidimos abandonar el lugar, el lugar parecía un pueblo fantasma miniatura, porque ya no había casi nadie en la casa, en vez de eso la multitud se reunía en la calle; formaban un círculo digno del fogón más genial de la historia. Pensé que estarían por hacer un sacrificio a una nueva especie de cefalópodos apenas descubierta, pero no, nada que ver para mi desilusión fantasiosa; todos y cada uno se acumulaban alrededor del auto del Rodríguez, que se agarraba la cabeza con más manos de las que le era biológicamente permitido.
 Sobre el vehículo se veía una mole oscura, enorme, con dos cuernos curvos hacia afuera y luego hacia adentro. Lo pesado que era se podía adivinar por el chasis que había cedido bajo la figura, y los parabrisas estrellados.
 – ¡Hay una vaca sobre mi auto! –gritaba, al menos eso le entendí, con las manos en la cara no era fácil oírle sus palabras. Una vaca, una vaca, ni en eso dejaba de ser un ignorante.
 –Es un búfalo chabón –le dije, y me vi como la buena persona que era,  porque quizá fuera probable que aquella información le sirviera a la hora de contactar a su seguro.
 Teníamos otros apuros más urgentes así que no pudimos quedarnos a presenciar el desenlace de aquel singular, y sin dudas divertido, acontecimiento; cuando caminábamos en dirección a mi hogar vimos a mi nuevo amigo una última vez, frente al sol naciente que iluminaba los pastos dorados que el recorría. Al vernos pareció alegrarse, levantó su mano enorme, peluda y las garras sentían el viento cuando la onduló para despedirse. Después rugió y se perdió en la espesura de la sabana.




viernes, 30 de enero de 2015

Sólo en las Fotos

 Hay quienes dicen que nosotros los humanos tenemos la necesidad imperiosa de interactuar para así conservarnos humanos, más aún en los momentos difíciles. Mis hijos me lo repiten, mis viejos amigos me lo repiten, en maneras más coloquiales; pero no puedo hacer caso, no logro hacer caso, Helena necesita de mí. Sólo unos esfuerzos más, unos instantes más pueden marcar una diferencia, no importa qué digan unos papeles adornados con sellos de profesionales, ellos nunca están tan cerca como para percibir esas ínfimas señales que tras años de compartir cada minuto, han formado un lenguaje propio y secreto.
 Hoy ella me llamó por mi nombre, no fue más que un mínimo susurro, pero pude oírlo con claridad: ella dijo “Germán”, mi nombre, yo sé que lo oí. Eso debe ser una mejora, es una señal. Helena podría volver a rememorar todo lo que fue, lo que fuimos; lo único que hace falta es dar algunos empujoncitos en los lugares adecuados. Recuerdo entonces nuestras viejas fotos, olvidadas, empolvadas, en el cajón más alto del armario. No deberían estar allí, claro que no, pero ahora sólo hay espacios para remedios y maquinarias que agobian la tranquilidad. Mi hogar, nuestro hogar, es una sombra por desvanecerse de lo que alguna vez fue.
 Como un autómata doy los pasos necesarios, veo aquel viejo álbum que recopila las fotos más variadas. Sólo tirar de una liga descolorida y un pase de mis manos me hace un viajero hacia vacaciones en playas cuyos nombres ya no recuerdo, hacia la venida de Mateo y de Lucas, ahora demasiado lejanos para hacer compañía, hacia nuestro casamiento apresurado; memorias de toda una vida conservadas en una miniatura, casi borradas de la memoria, pero allí estaban. Un chispazo que detonaría las vivencias acontecidas. No es algo extraño pensar que en las fotos, sólo en las fotos, se encuentra escondida la inmortalidad que todos los hombres ansiamos. Mientras algo así existiera, el recuerdo jamás moriría, ni tampoco las personas lo harían.
 Los instantes se me escapaban al ojear la nostalgia impresa en luz sobre papel, no eran para mí, no todavía. Al cerrar el álbum aterrizó en mis pies una foto que no había visto: una silla delante de una pared, ambas en tonos de grises; la primera foto de nuestra casa, su vestido de novia tan blanco y esa vieja silla mía habían sido las primeras cosas en ocupar la sala, lo único que teníamos.
 Una mancha blanca estropeaba la imagen, no la recordaba, quizá la humedad hubiera hecho sello en ella. Sería la única foto que no mostraría, de nada valía, pero las demás… ellas devolverían las memorias de mi pobre Helena sin duda alguna. Y la vida son memorias.

 El álbum quedó bajo la cama, o bajo la mesa, no puede ver hacia dónde fue arrojado. No tengo las fuerzas para gastarme en buscarlo, mis manos no pueden más que temblar. Pero su enojo repentino fue un buen síntoma, tenía que serlo, ese temperamento juvenil era una buena señal.
 La única foto que permaneció a mi alcance fue aquella que yo había rechazado, la ironía me sacaba sonrisas sardónicas. Ahora convertida en mi único enlace con los recuerdos. Y la mancha blanca que se perfilaba contra la pared, nuestra pared, se hacía cada vez más nítida.
 Con el correr de cada día todo empeoraba, ya no hubieron más menciones de mi nombre, ni siquiera en un susurro inaudible, y las señales eran muy pocas, por no decir nulas. Las esperanzas que una vez tuve se me escurrían de las manos. No había dormido nada en esos días, y ver la foto era mi único escape. La mancha crecía cada día, no, no era que crecía, ganaba forma; dibujaba las hebras de una tela blanca como una nube pasajera.    
 Cada mañana había más definición el aquel dibujo: un vestido vacío flotando en la captura. No hablé aquello con nadie, por miedo a que me tomaran por loco, que creyeran que el dolor me había doblegado, y que me quitaran el escaso tiempo que me quedaba de mi Helena.
 El dibujo se completó en la última noche que la tuve conmigo. No estaba muerta, claro que no, ella viviría para siempre en mis memorias, grabadas como un rostro joven y sano en un vestido blanquísimo. No habría muerte en aquella imagen, sino eternidad.
 Entonces todos dijeron que tenía que reactivar mi vida, superar mi depresión, aceptar la partida; hablaban estupideces, la vida se mantenía sólo en las fotos, no en un cuerpo mortal y efímero, mi vida entera estaba impresa ahí.


 No temí cuando la otra mancha apareció en la fotografía, un salpicón negro entre los maderos de la silla. Una felicidad que creía olvidada regresaba desde rincones olvidados de mi mente añejada, al fin estaríamos juntos de nuevo, jóvenes y perennes, perfilados en un cuadro que duraría toda la eternidad. En esa noche final pude dormir como no lo había logrado en mucho tiempo, en paz, porque sabía quién aparecería en la foto a la mañana siguiente. 

jueves, 15 de enero de 2015

Los del Bosque

 El viajero surcó los árboles con la mirada, en su interior ardía la esperanza de encontrar algún indicio, alguna seña particular que le ayudara a orientarse. Pero no, los troncos, las ramas, incluso las raíces superpuestas se parecían demasiado entre sí, en especial con la bruma nocturna. El viento movía el boque como si fuera el mensajero de secretos indecibles, y las hojas murmuraban palabras ininteligibles si se fuera tan supersticioso como para hallar un patrón, mas el viajero era hombre práctico; creía en pocas cosas más allá de lo que sus sentidos le mostrasen, y sólo creía si esto le resultara conveniente. Por más murmullos que el barullo de las hojas pudiera asemejar, no eran sino meros sonidos de entorno para él.
 Lo que realmente inquietaba sus entrañas era perderse, un temor hecho realidad a pesar de sus esfuerzos por negarlo. No tenía miedo, pero bien sabía que una noche a la intemperie sería peligrosa se la temiera o no.
 Un esfuerzo extremo de sus ojos le develó un fugaz destello de luz en lontananza, al instante oculto por la vegetación que bailaba al compás del viento, y redescubierto una vez las ráfagas se calmaban. Escudriñó lo suficiente como para calcular que en poco tiempo podría acortar las distancias como para hacer de aquella visión una imagen cercana y concreta.
 Conforme se acercaba, ignorante de la distancia que había transitado, el haz de luz se acrecentaba hasta mostrarse como un fulgor que atravesaba la penumbra hasta aquel momento cuasi absoluta, como si se tratara de un incendio voraz.
 –No es fuego –pensó aquel hombre, dando por terminada su mala suerte. Y era verdad que no parecía serlo, porque el calor que emanaba aquel destello era agradable y no agresivo, como un amanecer antes de tiempo, que renovaba las esperanzas de abandonar lo inhóspito en aquella noche.
 Cada vez más cercano a su propuesto destino, el hombre ignoraba los mensajes que el viento llevaba, en tanto las sombras quedaban detrás del ahora esperanzado viajero perdido.
 Aquella lumbre encegueció por instantes la vista del viajero, ya acostumbrada a la ceguera nocturna que le había despistado. No pudo ver sino hasta haberse internado unos cuantos pasos en ella. No era ningún fuego, no había lámparas, el resplandor maravilloso simplemente estaba, inundaba el lugar con un calor agradable, e iluminaba un grupo de figuras que danzaban en un claro perfecto.
  Supo el viajero que jamás había visto, ni vería en el futuro, gente así de bella; en especial mujeres así de bellas, casi desnudas, con sólo unas sedas transparentes acompañando la gracia de sus cuerpos tan deseables. Sintió vergüenza de su tosco aspecto y todo ánimo de contemplar aquella belleza se troncó en una angustia mordaz. Sin duda alguna afearía aquella celebración tan arcana para él, que acaso fuera de algún rito pagano de los pobladores cercanos y por seguro no querrían espectadores furtivos.
 Para su sorpresa, aquellas figuras incitaron al hombre a sumarse ni bien le vieron, llamaban con movimientos suaves de sus manos que con sutileza, pero en absoluto débiles, parecían arrastrar al recién llegado con lazos invisibles.
 Toda capacidad de habla se había esfumado para el viajero, algo en su interior le gritaba que obedeciera la llamada; avanzó lento en el primer momento, cauteloso. Ellos sumaron sus voces a las señas, voces que se derramaban como música celestial en los oídos del encantado. Su avance se aceleró ni bien oyó esas voces tan dulces y ellos le recibieron con caricias que exaltaban y adormecían su cansado cuerpo. ¿Quiénes eran esas personas, cuya voz era una caricia para el alma? ¿Qué poder tenían, capaces de reanimar con caricias una lujuria antaño perdida? No lo sabía, quizá nunca lo sabría, pero sí tenía en claro que aquella maravilla que encendía calores olvidados no podía ser del todo natural, o real.
 –Aun así, estoy a salvo ­– susurró para tranquilizar sus inquietudes, lo que logró.
 Cada movimiento de aquellas figuras de luz contribuía a acrecentar su belleza. Los rasgos finos, casi divinos, los ojos oscuros y profundos, la piel suave como brisa primaveral; Todo obnubilaba a un punto orgásmico los sentidos tan pragmáticos del viajero. Creyó estar alucinado, ¿Cómo podría ser aquello real para alguien como él?
 Siguió el baile de los seres como mejor pudo, mal. Mas esas personas ajenas a toda concepción mundana no lo dejaron fuera de su festejo. Giraban a su alrededor y el fulgor que iluminaba la escena ondulaba con ellos. Tal era el nivel de placer que suscitaba hallarse en aquella situación que el viajero deseó permanecer en aquel momento, en aquel lugar, durante toda una eternidad.
 En un preciso momento la ronda se abrió para sumarle como uno más de ellos, los giros se volvían cada vez más espaciados e irreales, y los seres de hermosura innatural se introducían entre las sombras de los árboles, ya no se les veía, pero se les escuchaba llamar con sus voces encantadoras. Voces que penetraban hasta lo más profundo del pensamiento, atando al oyente con lazo hipnótico, una maraña de hebras invisibles que relamían el interior del viajero que, alucinado, deslumbrado, no dudó en seguir.
 No hubo más luz, la noche volvió a reinar con su manto obscuro. Ningún ruido atravesaba la oscuridad, salvo el sonido de los árboles mecidos por el viento. Si uno fuera tan supersticioso creería oír voces murmurar entre las copas frondosas, y quizá una nueva voz ahogada que se sumaba.

 En la choza, la niña miraba la entenebrecida entrada al bosque, un resplandor recién desaparecido en la lejanía acrecentó en ella la curiosidad típica de la niñez.
 – ¡Vi una luz! ¡Vi una luz! Son ellos, lo sé papá.
 – No estés cerca de la ventana, hoy es su día –contestó su padre –Esta noche emergen en busca de alguien a quien llevar con ellos.
 La niña no mostró el susto que su padre esperaría, sino mayor curiosidad.
 – ¿Llevar? ¿Llevar dónde?
 –Mañana. Ahora hay que descansar.
 No hubo más palabras del padre a pesar de las insistencias de la niña, ella gruñó, pero de un momento a otro su interés fue desviado tan pronto como había llegado. Señaló hacia el bosque.
 –Y el hombre que tenía que cruzarlo, aquel que te pidió indicaciones, ¿Va a encontrarse con ellos? –preguntó; su padre suspiró y rascó su cabeza.
 –Puede que sí hija, claro que sí –. Empujó a la niña con suavidad hacia su litera.
 Su vista se clavó un último momento entre los árboles, más allá de la ventana. Su último murmullo se perdió hacia las afueras.
 –Espero que sí.


sábado, 3 de enero de 2015

La Última Hazaña de Grant Espadalarga?

 La entrada gargantuesca de la cueva se veía oscura como pezón de esclavo, creo que así era que versaba aquel dicho popular entre los acaudalados caballeros de la más rubia casa norteña, hombres de ojos azules y pezones rosados, desdeñosos de todo lo que fuera más oscuro que la porcelana, a los cuales resultaban muy divertidas aquellas comparaciones. No así sucedía con la oleada de nuevos académicos que habían surgido por aquellos tiempos, procedentes de una alta alcurnia que preferían ocultar, y que tras años y años de estudiar a la civilización habían llegado a la común conclusión de que “La sociedad tenía muchos problemas” Y si hubiesen encontrado alguna solución a lo obvio sería un secreto que arrastrarían al más allá.
 Opiniones aparte, por más que tales facciones fuesen tan distintas e intransigentes entre ellas, la noticia de un dragón era asunto de preocupación obligatoria para todas y cada una de las corrientes de pensamiento. Oír la palabra dragón ya lograba que un rey se constipara, que el ganado diera ricota en vez de leche, y que las mujeres perdieran las ansias; peor era si se difundía la novedad de que uno merodeaba por las cercanías. He allí el motivo de una reunión desesperada de ambas facciones divergentes en la entrada de aquella cueva.
 Del sendero que marcaba la línea divisoria entre ambos grupos, una figura imposible de incluir en ninguna de las dos orillas enfilaba hacia la caverna. Armadura negra, ojos oscuros, cara curtida, y una dentadura reemplazada por piezas de oro mostraban a Grant Espadalarga como un héroe. Era un héroe, de esos que hoy en día para nada abundan; “El heroísmo ya no se usa” era una frase que solía decirse en el reino de Kagones. Pero dijeran lo que dijesen, era el héroe quien siempre se llevaba consigo a todo lo que fuera más femenino que un marinero, y puede que al marinero también.
 Sin mediar palabra, los héroes no son seres de palabras, sino de hazañas, Grant Espadalarga extendía una mano simiesca en espera de la bolsa que uno de los académicos, pálido, flaco, y con ropas ostentosas merced de un padre pudiente, iría a depositar en ella. Tal bolsa había sido rellenada con las ganancias excedentes de los plebeyos y campesinos, y nada de los allí presentes, que por razones morales jamás participarían en algo tan ruin como una negociación por el exterminio de una especie escasa como lo eran los dragones.
 – ¿Te parece, caballero, que sea una buena idea entrar allí a buscar al dragón?- preguntó aquel joven mientras con esfuerzo de ambas manos entregaba la bolsa en la gorilesca mano de Grant, que ni pestañeó siquiera.
 Grant lo miró de forma tal que el pequeño hombrecillo sintió su esfínter flaquear.
 –Por favor niñita. Yo soy Grant Espadalarga, hijo de Grom Espadamásanchaquelarga, nieto de Grohl Noimportaeltamañodelaespadasinocomotajee. He matado tantos que causé una superpoblación en el más allá, los seres de pesadilla sufren de pesadillas sobre mí, los gigantes me envidian la hombría, he cabalgado con reyes, emperadores, y presidentes de gremios de fanáticos, he comido con dioses para luego tapar sus letrinas celestiales, me oriné en el árbol de la vida, salvé cuanta virgen pude para luego salvarlas de su doncellez, le saqué una espina de las posaderas al creador, y una vez ayudé a una vaquita a  nacer.
 No dijo más, un héroe no dice palabras de sobra, y se introdujo en la boca de la cueva, ante la incrédula mirada de todos los presentes. Los caballeros y los académicos pensaron en rezar, pero los primeros eran demasiado obtusos como para hacerlo y empañar su reputación de despreocupados, y los segundos eran demasiado inteligentes como para hacerlo y empañar su reputación de laicos.
 Dentro de la cueva, Grant Espadalarga no esperó un instante para desenvainar su larga espada. Los gruñidos del dragón hacían reverberar las sombras y hubieran causado las mismas reverberaciones en la tripa de cualquiera que no fuera Grant. Éste no se dejaba intimidar por tales terrores, su mente estaba ocupada en pensar la manera de encontrar al dragón en aquella penumbra. Recordó alguna vez haber leído, casualmente era algo sobre dragones, recordó alguna vez haber leído que a los dragones les agradaban los acertijos, así que pensó atraerlo con uno.
–Dragón, dragoncito, tengo un acertijo para vuestra maleficencia. ¿Acaso sabes qué es fuego en un extremo y acero en el otro?
 Una voz terrible resonó, con eco de fuego que alumbraba la caverna.
–Mmmm, es difícil, ¿puede ser una especie de vehículo que viaja hacia el cosmos?
–No. ¡Sois vos cuando entierre esta espada en vuestra cloaca!
La risa hizo retemblar las paredes. – ¿Y tengo que suponer que la inmundicia que habla, mi futuro almuerzo, siquiera lo podrá intentar?
 Grant ondeó en el aire su tan larga espada  – Por favor dragoncita –gritó  –Yo soy Grant Espadalarga, hijo de Grom Espadamásanchaquelarga, nieto de Grohl Noimportaeltamañodelaespadasinocomotajee. He matado tantos que causé una superpoblación en el más allá, los seres de pesadilla sufren de pesadillas sobre mí, los gigantes me envidian la hombría, he cabalgado con reyes, emperadores, y presidentes de gremios de fanáticos, he comido con dioses para luego tapar sus letrinas celestiales, me oriné en el árbol de la vida, salvé cuanta virgen pude para luego salvarlas de su doncellez, le saqué una espina de las posaderas al creador, y una vez ayud…
 El ruido subsiguiente fue un chasquido, junto con la imagen de dos hileras de dientes cerrándose por entero sobre Grant Espadalarga.
 –Hiciste demasiadas cosas – dijo una voz.

 Podrán haber imaginado las caras de los rubios caballeros y los famélicos académicos al ver salir a quién había vencido en el breve, aunque épico, enfrentamiento. Los chistes sobre pezones de sectores explotados y los estudios sociales ya no mantendrían a nadie en una burbuja de comodidad, ni alejados de la realidad. Ahora los unía algo en común, y por más diferencias de pareceres que antes hubiera, aquel fatídico desenlace sirvió para demostrar que todos los hombres son iguales, o al menos se carbonizan a igual temperatura.
 Del reino de Kagones no quedó mucho tras la ira del dragón, que hubo de abandonar aquellas tierras después de una fuerte indigestión. Nada más algunos edificios chamuscados y algunas figuras carbonizadas, cuyas poses daban cierta gracia. Algunos habían encontrado su fin en las más insólitas posturas, como el diácono del pueblo que se encontraba en una peculiar forma de expurgación de los pecados de algún otro pueblerino, o aquel hombre que al bañarse limpiaba su entrepierna con más dedicación de lo habitual. El ataque del dragón había sido tan repentino que muy pocos lograron morir en la clásica posición de “Un dragón, debo señalarlo con mi dedo, sin duda nadie más lo ha visto volar sobre nuestras cabezas” o la tan conocida “Sin duda no me verá si corro a los gritos histéricos” o la célebre “Soy incapaz de acertar un flechazo a un blanco a diez pies de distancia, pero seguro lograré acertar una flecha en su ojo”
 Fuera de la quemazón general y el silencio sepulcral, la única pista de la visita dragonesca al reino era la pila descomunal de excremento que decoraba la plaza central; inerte en apariencia, hasta que de súbito, cortando el silencio, la hoja de una larga espada asomó triunfante entre las heces.
 –Ayudé a una vaquita a nacer, y recorrí por entero el tracto digestivo de un dragón –gritó alguien.