La entrada
gargantuesca de la cueva se veía oscura como pezón de esclavo, creo que así era
que versaba aquel dicho popular entre los acaudalados caballeros de la más
rubia casa norteña, hombres de ojos azules y pezones rosados, desdeñosos de
todo lo que fuera más oscuro que la porcelana, a los cuales resultaban muy
divertidas aquellas comparaciones. No así sucedía con la oleada de nuevos
académicos que habían surgido por aquellos tiempos, procedentes de una alta
alcurnia que preferían ocultar, y que tras años y años de estudiar a la
civilización habían llegado a la común conclusión de que “La sociedad tenía
muchos problemas” Y si hubiesen encontrado alguna solución a lo obvio sería un
secreto que arrastrarían al más allá.
Opiniones aparte,
por más que tales facciones fuesen tan distintas e intransigentes entre ellas,
la noticia de un dragón era asunto de preocupación obligatoria para todas y
cada una de las corrientes de pensamiento. Oír la palabra dragón ya lograba que
un rey se constipara, que el ganado diera ricota en vez de leche, y que las
mujeres perdieran las ansias; peor era si se difundía la novedad de que uno
merodeaba por las cercanías. He allí el motivo de una reunión desesperada de
ambas facciones divergentes en la entrada de aquella cueva.
Del sendero que
marcaba la línea divisoria entre ambos grupos, una figura imposible de incluir
en ninguna de las dos orillas enfilaba hacia la caverna. Armadura negra, ojos
oscuros, cara curtida, y una dentadura reemplazada por piezas de oro mostraban
a Grant Espadalarga como un héroe. Era un héroe, de esos que hoy en día para
nada abundan; “El heroísmo ya no se usa” era una frase que solía decirse en el reino
de Kagones. Pero dijeran lo que dijesen, era el héroe quien siempre se llevaba
consigo a todo lo que fuera más femenino que un marinero, y puede que al
marinero también.
Sin mediar
palabra, los héroes no son seres de palabras, sino de hazañas, Grant
Espadalarga extendía una mano simiesca en espera de la bolsa que uno de los
académicos, pálido, flaco, y con ropas ostentosas merced de un padre pudiente,
iría a depositar en ella. Tal bolsa había sido rellenada con las ganancias
excedentes de los plebeyos y campesinos, y nada de los allí presentes, que por
razones morales jamás participarían en algo tan ruin como una negociación por
el exterminio de una especie escasa como lo eran los dragones.
– ¿Te parece,
caballero, que sea una buena idea entrar allí a buscar al dragón?- preguntó
aquel joven mientras con esfuerzo de ambas manos entregaba la bolsa en la
gorilesca mano de Grant, que ni pestañeó siquiera.
Grant lo miró de
forma tal que el pequeño hombrecillo sintió su esfínter flaquear.
–Por favor niñita.
Yo soy Grant Espadalarga, hijo de Grom Espadamásanchaquelarga, nieto de Grohl
Noimportaeltamañodelaespadasinocomotajee. He matado tantos que causé una
superpoblación en el más allá, los seres de pesadilla sufren de pesadillas
sobre mí, los gigantes me envidian la hombría, he cabalgado con reyes,
emperadores, y presidentes de gremios de fanáticos, he comido con dioses para
luego tapar sus letrinas celestiales, me oriné en el árbol de la vida, salvé
cuanta virgen pude para luego salvarlas de su doncellez, le saqué una espina de
las posaderas al creador, y una vez ayudé a una vaquita a nacer.
No dijo más, un
héroe no dice palabras de sobra, y se introdujo en la boca de la cueva, ante la
incrédula mirada de todos los presentes. Los caballeros y los académicos
pensaron en rezar, pero los primeros eran demasiado obtusos como para hacerlo y
empañar su reputación de despreocupados, y los segundos eran demasiado
inteligentes como para hacerlo y empañar su reputación de laicos.
Dentro de la
cueva, Grant Espadalarga no esperó un instante para desenvainar su larga
espada. Los gruñidos del dragón hacían reverberar las sombras y hubieran
causado las mismas reverberaciones en la tripa de cualquiera que no fuera
Grant. Éste no se dejaba intimidar por tales terrores, su mente estaba ocupada
en pensar la manera de encontrar al dragón en aquella penumbra. Recordó alguna vez
haber leído, casualmente era algo sobre dragones, recordó alguna vez haber
leído que a los dragones les agradaban los acertijos, así que pensó atraerlo
con uno.
–Dragón, dragoncito, tengo un acertijo para vuestra maleficencia.
¿Acaso sabes qué es fuego en un extremo y acero en el otro?
Una voz terrible
resonó, con eco de fuego que alumbraba la caverna.
–Mmmm, es difícil, ¿puede ser una especie de vehículo que
viaja hacia el cosmos?
–No. ¡Sois vos cuando entierre esta espada en vuestra
cloaca!
La risa hizo retemblar las paredes. – ¿Y tengo que
suponer que la inmundicia que habla, mi futuro almuerzo, siquiera lo podrá
intentar?
Grant ondeó en el
aire su tan larga espada – Por favor
dragoncita –gritó –Yo soy Grant
Espadalarga, hijo de Grom Espadamásanchaquelarga, nieto de Grohl
Noimportaeltamañodelaespadasinocomotajee. He matado tantos que causé una
superpoblación en el más allá, los seres de pesadilla sufren de pesadillas
sobre mí, los gigantes me envidian la hombría, he cabalgado con reyes,
emperadores, y presidentes de gremios de fanáticos, he comido con dioses para
luego tapar sus letrinas celestiales, me oriné en el árbol de la vida, salvé
cuanta virgen pude para luego salvarlas de su doncellez, le saqué una espina de
las posaderas al creador, y una vez ayud…
El ruido subsiguiente
fue un chasquido, junto con la imagen de dos hileras de dientes cerrándose por
entero sobre Grant Espadalarga.
–Hiciste
demasiadas cosas – dijo una voz.
Podrán haber
imaginado las caras de los rubios caballeros y los famélicos académicos al ver
salir a quién había vencido en el breve, aunque épico, enfrentamiento. Los
chistes sobre pezones de sectores explotados y los estudios sociales ya no
mantendrían a nadie en una burbuja de comodidad, ni alejados de la realidad.
Ahora los unía algo en común, y por más diferencias de pareceres que antes hubiera,
aquel fatídico desenlace sirvió para demostrar que todos los hombres son
iguales, o al menos se carbonizan a igual temperatura.
Del reino de
Kagones no quedó mucho tras la ira del dragón, que hubo de abandonar aquellas
tierras después de una fuerte indigestión. Nada más algunos edificios chamuscados
y algunas figuras carbonizadas, cuyas poses daban cierta gracia. Algunos habían
encontrado su fin en las más insólitas posturas, como el diácono del pueblo que
se encontraba en una peculiar forma de expurgación de los pecados de algún otro
pueblerino, o aquel hombre que al bañarse limpiaba su entrepierna con más
dedicación de lo habitual. El ataque del dragón había sido tan repentino que
muy pocos lograron morir en la clásica posición de “Un dragón, debo señalarlo
con mi dedo, sin duda nadie más lo ha visto volar sobre nuestras cabezas” o la
tan conocida “Sin duda no me verá si corro a los gritos histéricos” o la
célebre “Soy incapaz de acertar un flechazo a un blanco a diez pies de
distancia, pero seguro lograré acertar una flecha en su ojo”
Fuera de la
quemazón general y el silencio sepulcral, la única pista de la visita dragonesca
al reino era la pila descomunal de excremento que decoraba la plaza central;
inerte en apariencia, hasta que de súbito, cortando el silencio, la hoja de
una larga espada asomó triunfante entre las heces.
–Ayudé a una vaquita
a nacer, y recorrí por entero el tracto digestivo de un dragón –gritó alguien.
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