sábado, 3 de enero de 2015

La Última Hazaña de Grant Espadalarga?

 La entrada gargantuesca de la cueva se veía oscura como pezón de esclavo, creo que así era que versaba aquel dicho popular entre los acaudalados caballeros de la más rubia casa norteña, hombres de ojos azules y pezones rosados, desdeñosos de todo lo que fuera más oscuro que la porcelana, a los cuales resultaban muy divertidas aquellas comparaciones. No así sucedía con la oleada de nuevos académicos que habían surgido por aquellos tiempos, procedentes de una alta alcurnia que preferían ocultar, y que tras años y años de estudiar a la civilización habían llegado a la común conclusión de que “La sociedad tenía muchos problemas” Y si hubiesen encontrado alguna solución a lo obvio sería un secreto que arrastrarían al más allá.
 Opiniones aparte, por más que tales facciones fuesen tan distintas e intransigentes entre ellas, la noticia de un dragón era asunto de preocupación obligatoria para todas y cada una de las corrientes de pensamiento. Oír la palabra dragón ya lograba que un rey se constipara, que el ganado diera ricota en vez de leche, y que las mujeres perdieran las ansias; peor era si se difundía la novedad de que uno merodeaba por las cercanías. He allí el motivo de una reunión desesperada de ambas facciones divergentes en la entrada de aquella cueva.
 Del sendero que marcaba la línea divisoria entre ambos grupos, una figura imposible de incluir en ninguna de las dos orillas enfilaba hacia la caverna. Armadura negra, ojos oscuros, cara curtida, y una dentadura reemplazada por piezas de oro mostraban a Grant Espadalarga como un héroe. Era un héroe, de esos que hoy en día para nada abundan; “El heroísmo ya no se usa” era una frase que solía decirse en el reino de Kagones. Pero dijeran lo que dijesen, era el héroe quien siempre se llevaba consigo a todo lo que fuera más femenino que un marinero, y puede que al marinero también.
 Sin mediar palabra, los héroes no son seres de palabras, sino de hazañas, Grant Espadalarga extendía una mano simiesca en espera de la bolsa que uno de los académicos, pálido, flaco, y con ropas ostentosas merced de un padre pudiente, iría a depositar en ella. Tal bolsa había sido rellenada con las ganancias excedentes de los plebeyos y campesinos, y nada de los allí presentes, que por razones morales jamás participarían en algo tan ruin como una negociación por el exterminio de una especie escasa como lo eran los dragones.
 – ¿Te parece, caballero, que sea una buena idea entrar allí a buscar al dragón?- preguntó aquel joven mientras con esfuerzo de ambas manos entregaba la bolsa en la gorilesca mano de Grant, que ni pestañeó siquiera.
 Grant lo miró de forma tal que el pequeño hombrecillo sintió su esfínter flaquear.
 –Por favor niñita. Yo soy Grant Espadalarga, hijo de Grom Espadamásanchaquelarga, nieto de Grohl Noimportaeltamañodelaespadasinocomotajee. He matado tantos que causé una superpoblación en el más allá, los seres de pesadilla sufren de pesadillas sobre mí, los gigantes me envidian la hombría, he cabalgado con reyes, emperadores, y presidentes de gremios de fanáticos, he comido con dioses para luego tapar sus letrinas celestiales, me oriné en el árbol de la vida, salvé cuanta virgen pude para luego salvarlas de su doncellez, le saqué una espina de las posaderas al creador, y una vez ayudé a una vaquita a  nacer.
 No dijo más, un héroe no dice palabras de sobra, y se introdujo en la boca de la cueva, ante la incrédula mirada de todos los presentes. Los caballeros y los académicos pensaron en rezar, pero los primeros eran demasiado obtusos como para hacerlo y empañar su reputación de despreocupados, y los segundos eran demasiado inteligentes como para hacerlo y empañar su reputación de laicos.
 Dentro de la cueva, Grant Espadalarga no esperó un instante para desenvainar su larga espada. Los gruñidos del dragón hacían reverberar las sombras y hubieran causado las mismas reverberaciones en la tripa de cualquiera que no fuera Grant. Éste no se dejaba intimidar por tales terrores, su mente estaba ocupada en pensar la manera de encontrar al dragón en aquella penumbra. Recordó alguna vez haber leído, casualmente era algo sobre dragones, recordó alguna vez haber leído que a los dragones les agradaban los acertijos, así que pensó atraerlo con uno.
–Dragón, dragoncito, tengo un acertijo para vuestra maleficencia. ¿Acaso sabes qué es fuego en un extremo y acero en el otro?
 Una voz terrible resonó, con eco de fuego que alumbraba la caverna.
–Mmmm, es difícil, ¿puede ser una especie de vehículo que viaja hacia el cosmos?
–No. ¡Sois vos cuando entierre esta espada en vuestra cloaca!
La risa hizo retemblar las paredes. – ¿Y tengo que suponer que la inmundicia que habla, mi futuro almuerzo, siquiera lo podrá intentar?
 Grant ondeó en el aire su tan larga espada  – Por favor dragoncita –gritó  –Yo soy Grant Espadalarga, hijo de Grom Espadamásanchaquelarga, nieto de Grohl Noimportaeltamañodelaespadasinocomotajee. He matado tantos que causé una superpoblación en el más allá, los seres de pesadilla sufren de pesadillas sobre mí, los gigantes me envidian la hombría, he cabalgado con reyes, emperadores, y presidentes de gremios de fanáticos, he comido con dioses para luego tapar sus letrinas celestiales, me oriné en el árbol de la vida, salvé cuanta virgen pude para luego salvarlas de su doncellez, le saqué una espina de las posaderas al creador, y una vez ayud…
 El ruido subsiguiente fue un chasquido, junto con la imagen de dos hileras de dientes cerrándose por entero sobre Grant Espadalarga.
 –Hiciste demasiadas cosas – dijo una voz.

 Podrán haber imaginado las caras de los rubios caballeros y los famélicos académicos al ver salir a quién había vencido en el breve, aunque épico, enfrentamiento. Los chistes sobre pezones de sectores explotados y los estudios sociales ya no mantendrían a nadie en una burbuja de comodidad, ni alejados de la realidad. Ahora los unía algo en común, y por más diferencias de pareceres que antes hubiera, aquel fatídico desenlace sirvió para demostrar que todos los hombres son iguales, o al menos se carbonizan a igual temperatura.
 Del reino de Kagones no quedó mucho tras la ira del dragón, que hubo de abandonar aquellas tierras después de una fuerte indigestión. Nada más algunos edificios chamuscados y algunas figuras carbonizadas, cuyas poses daban cierta gracia. Algunos habían encontrado su fin en las más insólitas posturas, como el diácono del pueblo que se encontraba en una peculiar forma de expurgación de los pecados de algún otro pueblerino, o aquel hombre que al bañarse limpiaba su entrepierna con más dedicación de lo habitual. El ataque del dragón había sido tan repentino que muy pocos lograron morir en la clásica posición de “Un dragón, debo señalarlo con mi dedo, sin duda nadie más lo ha visto volar sobre nuestras cabezas” o la tan conocida “Sin duda no me verá si corro a los gritos histéricos” o la célebre “Soy incapaz de acertar un flechazo a un blanco a diez pies de distancia, pero seguro lograré acertar una flecha en su ojo”
 Fuera de la quemazón general y el silencio sepulcral, la única pista de la visita dragonesca al reino era la pila descomunal de excremento que decoraba la plaza central; inerte en apariencia, hasta que de súbito, cortando el silencio, la hoja de una larga espada asomó triunfante entre las heces.
 –Ayudé a una vaquita a nacer, y recorrí por entero el tracto digestivo de un dragón –gritó alguien.

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