El Pacha entró a
la cocina arrastrando tras de sí una peregrinación de puteadas por lo bajo, el Indio supo qué le
pasaba al instante que lo vio entrar, pero aun así tuvo la decencia de
preguntar:
– ¿Qué pasa barbudito?
–Ingleses me pasan Indio, ingleses –respondió,
sacudiendo las manos como si fuera a dar una arenga para las ollas y los
teflones.
Al Indio aquellas situaciones le sacaban una
risa, sobre todo por la reacción de calentón del Pacha. Reacción que de todas
formas no le parecía injustificada, ya que en los momentos que acudían ingleses
al local, el pobre Pacha no tenía permiso de salir de la cocina ni siquiera
para ir a mear. Como tenía barba y el pelo un poco bastante crecido, por más
atado que lo tuviese, traía mala imagen al local, “antihigiénica” era el
término que elegía Don Luis. Claro que esto sólo importaba cuando algún europeo
pisaba el restaurante.
–Calmate Barbas, es un rato nada más, si
querés después vamos a tomar unas birras a la Bahía y nos olvidamos de todo, le
digo a Ceci si te parece –dijo el Indio, después de sacudirle la cabeza con las
manos.
–La re concha putrefacta de Margaret Thatcher –.
El Pacha estaba en aquellos momentos más enfocado a hablar con la bandeja
metálica que tenía en frente que con la gente.
El Indio se asomó fuera de la cocina para ver
a los VIP recién llegados, eran dos, un hombre y una mujer de mediana edad, en
apariencia comunes como bolita china, que se habían sentado frente al estanque
“de los bichos” como les solían llamar todos. Sentado a su lado estaba Don Luis
en plena labor sobadora, por momentos parecía un granjero que cepillaba las
vacas gordas pero para ordeñar euros, dólares y libras en vez de leche. Al
Indio le asqueaba realmente aquel comportamiento, pero en el restaurante no era
dueño ni de la mugre, así que su labor consistía en callarse y hacer caso.
“Corré
los otros pedidos que los señores tienen que comer, y acordate que nada de Don
Luis, soy el Señor Hughes ahora” la situación por venir se figuraba en su
mente; miró el estanque, sabía que una de las pobres centollas iría a parar a
la olla en unos minutos, seguro la más grande sería la triste nominada para
deleitar a unos comensales foráneos.
Todo lo que sabía sobre cómo cocinar
crustáceos lo había aprendido de su viejo: hay que cocinarlos con vida, porque
su carne se echa a perder enseguida. Sufren, como todo animal sufriría de ser
hervido vivo; y hay que ponerlos en agua fría y luego calentarla o se les
rompían las patas por sus intentos de zafarse. Existe una forma de ahorrarles tanto
sufrimiento: clavarles algo afilado en su centro nervioso justo antes de
echarlos al agua, lo que al menos les otorga una muerte rápida, pero aquello
era tan complicado que casi nadie lo hace, mucho menos si te apuran de arriba.
– ¡Indio! –lo llamó Don Luis, ya por tercera vez, de
repente frente a él.
– Ahí estoy–se apuró a dar una respuesta el
joven.
– Concentrate boludo, que hay gente gente.
– Perdón Don... Hughes, ¿qué hay que hacer?
– Corré los otros pedidos que los señores
tienen que comer, y acordate que nada de Don Luis, soy el Señor Hughes ahora –. En
aquellas situaciones al jefe le encantaba sacar a relucir su apellido, según el
chusmerío la única herencia que un marinero británico había dejado generaciones
atrás en su familia.
– Claro, ¿Centollas pidieron los señores?
– La más grande– dijo Don Hughes señalando a
una en especial, que se encontraba rezagada en el estanque, sin dudas la más
grande por mucho. –Y apurate, que recién llegan acá a Ushuaia y quieren probar
lo que pescamos.
– En un rato está –. Sin decir más, el Indio
se calzó el guante, y una vez llegó a la pecera, tomó al crustáceo elegido. –Seguro
me piden una foto con el bicho –pensó, no se equivocó; el hombre de la pareja se acercó a preguntarle
algo, el Indio no sabía mucho inglés, pero entendió el pedido. La centolla era
pesada cuanto menos, mientras la sostenía para que fuese fotografiada el brazo
se le llenó de calambres, y la foto resulto ser más de cinco fotos, que también
resultarían ser fotos con él, ya que por los rasgos que poseía a Don Luis
Hughes le gustaba sacarlo a exhibir como su “empleado aborigen”. –Y este Pacha
que se queja de que no puede salir de la cocina – soltó el empleado aborigen en
voz baja.
Llevaba la centolla con una mano, en tanto con
la otra se frotaba la zona acalambrada. Vio al Pacha tirando un par de señores
a la basura (todos los restaurantes tienen señores y todos se esfuerzan en
ocultarlo como si fueran la peor contaminación, cuando estos en realidad son
más limpios que un obsesivo compulsivo, es una cuestión de cantidad de patas),
le indicó que le pusiera a calentar el agua, el Pacha sacudió la cabeza, al
parecer entre más insultos, y encendió la olla, luego se enchufó unos
auriculares, con un poco del rock nacional que le volvía loco, y empezó a despejar la bacha, de espaldas a
todo lo demás. El Indio comprendió que estaba de mal humor, no sería bueno
hablarle en aquel momento, mejor dejarle trabajar a su manera.
La centolla seguía moviendo sus patas arriba y
abajo en su mano, El Indio se preguntó como tantas veces qué pensarían aquellos
seres cuando se veían en una situación así, pero era una pregunta que no
ayudaba en aquel trabajo. Tenía que echarla en la olla antes de que el agua
empezara a calentarse de más.
–Disculpe joven, pero me gustaría pedirle, si
fuera tan amable, que no me arroje en ese sitio.
El Indio miró al Pacha – ¿Mmh? –emitió como sonido interrogatorio; el Pacha
estaba de espaldas, y ni siquiera escuchó, se mantenía en otro plano gracias a
una canción de La Renga que lo aislaba del mundo.
–No es él quien le habla sino un servidor,
observe su mano por favor.
En su mano la centolla movía sus patas arriba
y abajo, esta vez en un orden más significativo, como si se expresara mediante
gestos. El Indio casi dejó caer al crustáceo cuando comprendió de dónde
provenían las palabras.
– ¿Vos me hablaste? –preguntó, entendía más
nada que poco, pero como no había nadie cerca no temió quedar como un
delirante.
– Sí, yo le hablé, para ser sincero no estaba
entre mis planes el ser recogido de mis queridas aguas sureñas, pero acá estoy,
y no tengo deseos de morir, menos para ser comida de esa gente. –. El animal
hablaba con una voz tranquila, y por alguna razón el Indio pensó que por su
forma de hablar debía ser alguien académico, si eso fuese posible, dentro del
mundo de los mares.
– ¿Estás hablándome de verdad? –. Miró hacia
atrás, el Pacha seguía en sus asuntos y su música. ¿Le habría metido éste algo
en la bebida? Era un pensamiento muy estúpido, el pacha no era así y no había
tomado nada desde antes de salir de su casa.
– Veo que esto es un poco difícil de asimilar
¿Cuál es tu nombre? –. Una de las patas del marisco se dobló, como si rascara
su cabeza, y luego se estiró hacia la cara del Indio.
– Me llamo Quimey, pero decime Indio, todos me
dicen el Indio.
– Bueno, Indio, mi nombre es José Luis
Centolla, vivo en la corriente sureña, y trabajo como crítico literario marítimo.
– ¿Como qué? –preguntó el Indio casi a gritos.
–No es un trabajo muy complicado, me ocupo de
escribir trabajos sobre la literatura de mi ecosistema. Hay muchos escritores
en el mundo oceánico, aunque de ser sincero, prefiero los de los mares del sur,
¿conocés alguno?
–No, creo que no, ni sabía que las centollas
hablaban hasta hace un minuto –respondió
el Indio, ya convencido de estar por
completo bajo algún delirio. Colocó a José Luis sobre la mesada para
poder relajar su brazo y permitirle hablar mejor.
–Hay muchos, tantos, que no sabría por dónde
empezar. En las zonas más cálidas hay algunos como Miguel Ángel Holoturias,
Juan Pulpho o Gabriel García Marpez, que destacan por su Oceanismo Mágico;
también está Cangrejo Carpentier, que a mí personalmente no me agrada. Hacia el
sur está Horacio Quiboga, aunque es más de río que de los mares, Ernesto
Sábalo, o Adolfo Surubioy Casares. Pablo Beluga y Violeta Mojarra son poetas
muy buenos del Pacífico. Otro, más del Atlántico, es Abadejorge Luis Borges,
una especie de pez ciego, muy bueno a pesar de ser un tanto partidario de los
mares del norte; él y la crítica llamada Victoria Hipocampo hicieron un gran
movimiento literario hace unos cuantos años. Julio Coraltazar es uno de mis
escritores predilectos, pero la escritura de tal especie es un tanto rebuscada
para el gusto de muchos en la fauna acuática. Y por último, alguien quien
resultó inspirador a las nuevas generaciones, es Eduardo Lampreano, que
escribió una obra titulada: “Las Branquias Abiertas de América Marina”. ¿Te
suena alguno de los mencionados?
–Me suenan mucho, mucho, pero no los tengo.
–Si me dejás volver al mar te prometo volver a
verte con ejemplares de cada autor que he mencionado, para que puedas ver que
el mundo acuático es más de lo que pescan las redes.
El Indio sopesó la situación, aquel era un
evento que quizás nunca se repetiría, y era una oportunidad de abrir un nexo
entre mundos que tendrían mucho que intercambiar. Vio por el rabillo del ojo
que alguien se acercaba, era don Luis.
–Don Luis, mire lo que…
– ¿Qué hacés pelotudo? –interrumpió su jefe –Hace
media hora casi que te mandé a cocinar la centolla, te dije que los clientes
querían comer ¿te falla algo?
–Pero Don Luis, ésta centolla es…–. Don Luis
lo calló con un gesto un tanto violento y tras tomar entre sus manos al
crustáceo, lo echó a la olla con agua, que ya hervía por el tiempo demorado.
Los gritos que se escuchaban desde la olla, los gritos desesperados de José
Luis Centolla arañaban la cabeza del Indio, le hacían sentir el terrible dolor
que padecía, pero parecía ser el único que percibía aquello; Don Luis ni
siquiera se inmutaba ante los alaridos del pobre marisco, sino que seguía con
los sermones como si nada pasara. El Indio no fue capaz de escuchar ni una
palabra más, los gritos eran todo lo que oía, los gritos que recorrían su
cabeza y su cuerpo demandando alguna acción, alguna reacción. Cada segundo en
el que Don Luis seguía allí devenía en una eternidad de tortura dentro de la
mente del Indio, se vio caer, sumergirse, en un tanque de agua que le ahogaba,
agua que luego subía su temperatura más y más hasta convertirse en un calor
atroz, el cual hacía escocer su carne poco a poco, y maximizaba la escala del
dolor en ese instante en que el tiempo parecía no avanzar.
–Hughes, infeliz, metetelo en la cabeza– terminó su jefe, y como si hubiera cumplido
una misión fundamental se retiró de la cocina, sin dudas a explicar a sus
clientes favoritos del día algunas razones fabuladas acerca de la demora.
Ni bien lo tuvo lejos, el Indio apagó la olla
y sacó con unas tenazas al crustáceo, había perdido unas cuantas patas y los gritos
invadían toda la cocina. Seguía con vida, pero el sufrimiento debía ser
intolerable, lo sabía, de alguna manera lo percibía en su cabeza. Trató de
hablarle, pero no recibía más que gritos en respuesta, era evidente que la
mente José Luis Centolla había desaparecido detrás del umbral de sufrimiento. El
Indio entonces recordó lo que sabía sobre cocinar mariscos; tomó un punzón de
entre los cubiertos, buscó el centro del crustáceo, y se lo clavó con un golpe
rotundo. Deseó, inútilmente, poder así acallar los gritos y pretender, en su
siguiente jornada laboral, que todo aquello no había sido más que un delirio
momentáneo.
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