viernes, 30 de enero de 2015

Sólo en las Fotos

 Hay quienes dicen que nosotros los humanos tenemos la necesidad imperiosa de interactuar para así conservarnos humanos, más aún en los momentos difíciles. Mis hijos me lo repiten, mis viejos amigos me lo repiten, en maneras más coloquiales; pero no puedo hacer caso, no logro hacer caso, Helena necesita de mí. Sólo unos esfuerzos más, unos instantes más pueden marcar una diferencia, no importa qué digan unos papeles adornados con sellos de profesionales, ellos nunca están tan cerca como para percibir esas ínfimas señales que tras años de compartir cada minuto, han formado un lenguaje propio y secreto.
 Hoy ella me llamó por mi nombre, no fue más que un mínimo susurro, pero pude oírlo con claridad: ella dijo “Germán”, mi nombre, yo sé que lo oí. Eso debe ser una mejora, es una señal. Helena podría volver a rememorar todo lo que fue, lo que fuimos; lo único que hace falta es dar algunos empujoncitos en los lugares adecuados. Recuerdo entonces nuestras viejas fotos, olvidadas, empolvadas, en el cajón más alto del armario. No deberían estar allí, claro que no, pero ahora sólo hay espacios para remedios y maquinarias que agobian la tranquilidad. Mi hogar, nuestro hogar, es una sombra por desvanecerse de lo que alguna vez fue.
 Como un autómata doy los pasos necesarios, veo aquel viejo álbum que recopila las fotos más variadas. Sólo tirar de una liga descolorida y un pase de mis manos me hace un viajero hacia vacaciones en playas cuyos nombres ya no recuerdo, hacia la venida de Mateo y de Lucas, ahora demasiado lejanos para hacer compañía, hacia nuestro casamiento apresurado; memorias de toda una vida conservadas en una miniatura, casi borradas de la memoria, pero allí estaban. Un chispazo que detonaría las vivencias acontecidas. No es algo extraño pensar que en las fotos, sólo en las fotos, se encuentra escondida la inmortalidad que todos los hombres ansiamos. Mientras algo así existiera, el recuerdo jamás moriría, ni tampoco las personas lo harían.
 Los instantes se me escapaban al ojear la nostalgia impresa en luz sobre papel, no eran para mí, no todavía. Al cerrar el álbum aterrizó en mis pies una foto que no había visto: una silla delante de una pared, ambas en tonos de grises; la primera foto de nuestra casa, su vestido de novia tan blanco y esa vieja silla mía habían sido las primeras cosas en ocupar la sala, lo único que teníamos.
 Una mancha blanca estropeaba la imagen, no la recordaba, quizá la humedad hubiera hecho sello en ella. Sería la única foto que no mostraría, de nada valía, pero las demás… ellas devolverían las memorias de mi pobre Helena sin duda alguna. Y la vida son memorias.

 El álbum quedó bajo la cama, o bajo la mesa, no puede ver hacia dónde fue arrojado. No tengo las fuerzas para gastarme en buscarlo, mis manos no pueden más que temblar. Pero su enojo repentino fue un buen síntoma, tenía que serlo, ese temperamento juvenil era una buena señal.
 La única foto que permaneció a mi alcance fue aquella que yo había rechazado, la ironía me sacaba sonrisas sardónicas. Ahora convertida en mi único enlace con los recuerdos. Y la mancha blanca que se perfilaba contra la pared, nuestra pared, se hacía cada vez más nítida.
 Con el correr de cada día todo empeoraba, ya no hubieron más menciones de mi nombre, ni siquiera en un susurro inaudible, y las señales eran muy pocas, por no decir nulas. Las esperanzas que una vez tuve se me escurrían de las manos. No había dormido nada en esos días, y ver la foto era mi único escape. La mancha crecía cada día, no, no era que crecía, ganaba forma; dibujaba las hebras de una tela blanca como una nube pasajera.    
 Cada mañana había más definición el aquel dibujo: un vestido vacío flotando en la captura. No hablé aquello con nadie, por miedo a que me tomaran por loco, que creyeran que el dolor me había doblegado, y que me quitaran el escaso tiempo que me quedaba de mi Helena.
 El dibujo se completó en la última noche que la tuve conmigo. No estaba muerta, claro que no, ella viviría para siempre en mis memorias, grabadas como un rostro joven y sano en un vestido blanquísimo. No habría muerte en aquella imagen, sino eternidad.
 Entonces todos dijeron que tenía que reactivar mi vida, superar mi depresión, aceptar la partida; hablaban estupideces, la vida se mantenía sólo en las fotos, no en un cuerpo mortal y efímero, mi vida entera estaba impresa ahí.


 No temí cuando la otra mancha apareció en la fotografía, un salpicón negro entre los maderos de la silla. Una felicidad que creía olvidada regresaba desde rincones olvidados de mi mente añejada, al fin estaríamos juntos de nuevo, jóvenes y perennes, perfilados en un cuadro que duraría toda la eternidad. En esa noche final pude dormir como no lo había logrado en mucho tiempo, en paz, porque sabía quién aparecería en la foto a la mañana siguiente. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario