jueves, 15 de enero de 2015

Los del Bosque

 El viajero surcó los árboles con la mirada, en su interior ardía la esperanza de encontrar algún indicio, alguna seña particular que le ayudara a orientarse. Pero no, los troncos, las ramas, incluso las raíces superpuestas se parecían demasiado entre sí, en especial con la bruma nocturna. El viento movía el boque como si fuera el mensajero de secretos indecibles, y las hojas murmuraban palabras ininteligibles si se fuera tan supersticioso como para hallar un patrón, mas el viajero era hombre práctico; creía en pocas cosas más allá de lo que sus sentidos le mostrasen, y sólo creía si esto le resultara conveniente. Por más murmullos que el barullo de las hojas pudiera asemejar, no eran sino meros sonidos de entorno para él.
 Lo que realmente inquietaba sus entrañas era perderse, un temor hecho realidad a pesar de sus esfuerzos por negarlo. No tenía miedo, pero bien sabía que una noche a la intemperie sería peligrosa se la temiera o no.
 Un esfuerzo extremo de sus ojos le develó un fugaz destello de luz en lontananza, al instante oculto por la vegetación que bailaba al compás del viento, y redescubierto una vez las ráfagas se calmaban. Escudriñó lo suficiente como para calcular que en poco tiempo podría acortar las distancias como para hacer de aquella visión una imagen cercana y concreta.
 Conforme se acercaba, ignorante de la distancia que había transitado, el haz de luz se acrecentaba hasta mostrarse como un fulgor que atravesaba la penumbra hasta aquel momento cuasi absoluta, como si se tratara de un incendio voraz.
 –No es fuego –pensó aquel hombre, dando por terminada su mala suerte. Y era verdad que no parecía serlo, porque el calor que emanaba aquel destello era agradable y no agresivo, como un amanecer antes de tiempo, que renovaba las esperanzas de abandonar lo inhóspito en aquella noche.
 Cada vez más cercano a su propuesto destino, el hombre ignoraba los mensajes que el viento llevaba, en tanto las sombras quedaban detrás del ahora esperanzado viajero perdido.
 Aquella lumbre encegueció por instantes la vista del viajero, ya acostumbrada a la ceguera nocturna que le había despistado. No pudo ver sino hasta haberse internado unos cuantos pasos en ella. No era ningún fuego, no había lámparas, el resplandor maravilloso simplemente estaba, inundaba el lugar con un calor agradable, e iluminaba un grupo de figuras que danzaban en un claro perfecto.
  Supo el viajero que jamás había visto, ni vería en el futuro, gente así de bella; en especial mujeres así de bellas, casi desnudas, con sólo unas sedas transparentes acompañando la gracia de sus cuerpos tan deseables. Sintió vergüenza de su tosco aspecto y todo ánimo de contemplar aquella belleza se troncó en una angustia mordaz. Sin duda alguna afearía aquella celebración tan arcana para él, que acaso fuera de algún rito pagano de los pobladores cercanos y por seguro no querrían espectadores furtivos.
 Para su sorpresa, aquellas figuras incitaron al hombre a sumarse ni bien le vieron, llamaban con movimientos suaves de sus manos que con sutileza, pero en absoluto débiles, parecían arrastrar al recién llegado con lazos invisibles.
 Toda capacidad de habla se había esfumado para el viajero, algo en su interior le gritaba que obedeciera la llamada; avanzó lento en el primer momento, cauteloso. Ellos sumaron sus voces a las señas, voces que se derramaban como música celestial en los oídos del encantado. Su avance se aceleró ni bien oyó esas voces tan dulces y ellos le recibieron con caricias que exaltaban y adormecían su cansado cuerpo. ¿Quiénes eran esas personas, cuya voz era una caricia para el alma? ¿Qué poder tenían, capaces de reanimar con caricias una lujuria antaño perdida? No lo sabía, quizá nunca lo sabría, pero sí tenía en claro que aquella maravilla que encendía calores olvidados no podía ser del todo natural, o real.
 –Aun así, estoy a salvo ­– susurró para tranquilizar sus inquietudes, lo que logró.
 Cada movimiento de aquellas figuras de luz contribuía a acrecentar su belleza. Los rasgos finos, casi divinos, los ojos oscuros y profundos, la piel suave como brisa primaveral; Todo obnubilaba a un punto orgásmico los sentidos tan pragmáticos del viajero. Creyó estar alucinado, ¿Cómo podría ser aquello real para alguien como él?
 Siguió el baile de los seres como mejor pudo, mal. Mas esas personas ajenas a toda concepción mundana no lo dejaron fuera de su festejo. Giraban a su alrededor y el fulgor que iluminaba la escena ondulaba con ellos. Tal era el nivel de placer que suscitaba hallarse en aquella situación que el viajero deseó permanecer en aquel momento, en aquel lugar, durante toda una eternidad.
 En un preciso momento la ronda se abrió para sumarle como uno más de ellos, los giros se volvían cada vez más espaciados e irreales, y los seres de hermosura innatural se introducían entre las sombras de los árboles, ya no se les veía, pero se les escuchaba llamar con sus voces encantadoras. Voces que penetraban hasta lo más profundo del pensamiento, atando al oyente con lazo hipnótico, una maraña de hebras invisibles que relamían el interior del viajero que, alucinado, deslumbrado, no dudó en seguir.
 No hubo más luz, la noche volvió a reinar con su manto obscuro. Ningún ruido atravesaba la oscuridad, salvo el sonido de los árboles mecidos por el viento. Si uno fuera tan supersticioso creería oír voces murmurar entre las copas frondosas, y quizá una nueva voz ahogada que se sumaba.

 En la choza, la niña miraba la entenebrecida entrada al bosque, un resplandor recién desaparecido en la lejanía acrecentó en ella la curiosidad típica de la niñez.
 – ¡Vi una luz! ¡Vi una luz! Son ellos, lo sé papá.
 – No estés cerca de la ventana, hoy es su día –contestó su padre –Esta noche emergen en busca de alguien a quien llevar con ellos.
 La niña no mostró el susto que su padre esperaría, sino mayor curiosidad.
 – ¿Llevar? ¿Llevar dónde?
 –Mañana. Ahora hay que descansar.
 No hubo más palabras del padre a pesar de las insistencias de la niña, ella gruñó, pero de un momento a otro su interés fue desviado tan pronto como había llegado. Señaló hacia el bosque.
 –Y el hombre que tenía que cruzarlo, aquel que te pidió indicaciones, ¿Va a encontrarse con ellos? –preguntó; su padre suspiró y rascó su cabeza.
 –Puede que sí hija, claro que sí –. Empujó a la niña con suavidad hacia su litera.
 Su vista se clavó un último momento entre los árboles, más allá de la ventana. Su último murmullo se perdió hacia las afueras.
 –Espero que sí.


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