El viajero surcó
los árboles con la mirada, en su interior ardía la esperanza de encontrar algún
indicio, alguna seña particular que le ayudara a orientarse. Pero no, los
troncos, las ramas, incluso las raíces superpuestas se parecían demasiado entre
sí, en especial con la bruma nocturna. El viento movía el boque como si fuera
el mensajero de secretos indecibles, y las hojas murmuraban palabras ininteligibles
si se fuera tan supersticioso como para hallar un patrón, mas el viajero era
hombre práctico; creía en pocas cosas más allá de lo que sus sentidos le
mostrasen, y sólo creía si esto le resultara conveniente. Por más murmullos que
el barullo de las hojas pudiera asemejar, no eran sino meros sonidos de entorno
para él.
Lo que realmente
inquietaba sus entrañas era perderse, un temor hecho realidad a pesar de sus
esfuerzos por negarlo. No tenía miedo, pero bien sabía que una noche a la
intemperie sería peligrosa se la temiera o no.
Un esfuerzo
extremo de sus ojos le develó un fugaz destello de luz en lontananza, al
instante oculto por la vegetación que bailaba al compás del viento, y
redescubierto una vez las ráfagas se calmaban. Escudriñó lo suficiente como
para calcular que en poco tiempo podría acortar las distancias como para hacer
de aquella visión una imagen cercana y concreta.
Conforme se
acercaba, ignorante de la distancia que había transitado, el haz de luz se
acrecentaba hasta mostrarse como un fulgor que atravesaba la penumbra hasta
aquel momento cuasi absoluta, como si se tratara de un incendio voraz.
–No es fuego –pensó
aquel hombre, dando por terminada su mala suerte. Y era verdad que no parecía
serlo, porque el calor que emanaba aquel destello era agradable y no agresivo,
como un amanecer antes de tiempo, que renovaba las esperanzas de abandonar lo
inhóspito en aquella noche.
Cada vez más
cercano a su propuesto destino, el hombre ignoraba los mensajes que el viento
llevaba, en tanto las sombras quedaban detrás del ahora esperanzado viajero
perdido.
Aquella lumbre
encegueció por instantes la vista del viajero, ya acostumbrada a la ceguera
nocturna que le había despistado. No pudo ver sino hasta haberse internado unos
cuantos pasos en ella. No era ningún fuego, no había lámparas, el resplandor
maravilloso simplemente estaba, inundaba el lugar con un calor agradable, e
iluminaba un grupo de figuras que danzaban en un claro perfecto.
Supo el viajero que jamás había visto, ni
vería en el futuro, gente así de bella; en especial mujeres así de bellas, casi
desnudas, con sólo unas sedas transparentes acompañando la gracia de sus
cuerpos tan deseables. Sintió vergüenza de su tosco aspecto y todo ánimo de
contemplar aquella belleza se troncó en una angustia mordaz. Sin duda alguna afearía
aquella celebración tan arcana para él, que acaso fuera de algún rito pagano de
los pobladores cercanos y por seguro no querrían espectadores furtivos.
Para su sorpresa,
aquellas figuras incitaron al hombre a sumarse ni bien le vieron, llamaban con
movimientos suaves de sus manos que con sutileza, pero en absoluto débiles,
parecían arrastrar al recién llegado con lazos invisibles.
Toda capacidad de
habla se había esfumado para el viajero, algo en su interior le gritaba que
obedeciera la llamada; avanzó lento en el primer momento, cauteloso. Ellos
sumaron sus voces a las señas, voces que se derramaban como música celestial en
los oídos del encantado. Su avance se aceleró ni bien oyó esas voces tan dulces
y ellos le recibieron con caricias que exaltaban y adormecían su cansado cuerpo.
¿Quiénes eran esas personas, cuya voz era una caricia para el alma? ¿Qué poder
tenían, capaces de reanimar con caricias una lujuria antaño perdida? No lo
sabía, quizá nunca lo sabría, pero sí tenía en claro que aquella maravilla que
encendía calores olvidados no podía ser del todo natural, o real.
–Aun así, estoy a
salvo – susurró para tranquilizar sus inquietudes, lo que logró.
Cada movimiento de
aquellas figuras de luz contribuía a acrecentar su belleza. Los rasgos finos,
casi divinos, los ojos oscuros y profundos, la piel suave como brisa
primaveral; Todo obnubilaba a un punto orgásmico los sentidos tan pragmáticos
del viajero. Creyó estar alucinado, ¿Cómo podría ser aquello real para alguien
como él?
Siguió el baile de
los seres como mejor pudo, mal. Mas esas personas ajenas a toda concepción
mundana no lo dejaron fuera de su festejo. Giraban a su alrededor y el fulgor
que iluminaba la escena ondulaba con ellos. Tal era el nivel de placer que
suscitaba hallarse en aquella situación que el viajero deseó permanecer en
aquel momento, en aquel lugar, durante toda una eternidad.
En un preciso
momento la ronda se abrió para sumarle como uno más de ellos, los giros se
volvían cada vez más espaciados e irreales, y los seres de hermosura innatural
se introducían entre las sombras de los árboles, ya no se les veía, pero se les
escuchaba llamar con sus voces encantadoras. Voces que penetraban hasta lo más
profundo del pensamiento, atando al oyente con lazo hipnótico, una maraña de
hebras invisibles que relamían el interior del viajero que, alucinado,
deslumbrado, no dudó en seguir.
No hubo más luz,
la noche volvió a reinar con su manto obscuro. Ningún ruido atravesaba la
oscuridad, salvo el sonido de los árboles mecidos por el viento. Si uno fuera
tan supersticioso creería oír voces murmurar entre las copas frondosas, y quizá
una nueva voz ahogada que se sumaba.
En la choza, la
niña miraba la entenebrecida entrada al bosque, un resplandor recién desaparecido
en la lejanía acrecentó en ella la curiosidad típica de la niñez.
– ¡Vi una luz! ¡Vi
una luz! Son ellos, lo sé papá.
– No estés cerca
de la ventana, hoy es su día –contestó su padre –Esta noche emergen en busca de
alguien a quien llevar con ellos.
La niña no mostró
el susto que su padre esperaría, sino mayor curiosidad.
– ¿Llevar? ¿Llevar
dónde?
–Mañana. Ahora hay
que descansar.
No hubo más
palabras del padre a pesar de las insistencias de la niña, ella gruñó, pero de
un momento a otro su interés fue desviado tan pronto como había llegado. Señaló
hacia el bosque.
–Y el hombre que
tenía que cruzarlo, aquel que te pidió indicaciones, ¿Va a encontrarse con ellos?
–preguntó; su padre suspiró y rascó su cabeza.
–Puede que sí
hija, claro que sí –. Empujó a la niña con suavidad hacia su litera.
Su vista se clavó
un último momento entre los árboles, más allá de la ventana. Su último murmullo
se perdió hacia las afueras.
–Espero que sí.
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