Era una de esas
noches en que paseaba o soñaba, a veces me cuesta entender la diferencia. Mi
camino se había vuelto más duradero; decisión propia o no, no importaba; la
noche se me mostraba hermosa y no quería relegarla por el encierro. Ver el
cielo estrellado en toda su gloria no era común en esta estación, ni en ninguna
otra, a causa de las luces fastidiosas que sobran en la ciudad, pero el
repentino apagón que se había presentado aquella noche las había callado por un
tiempo que no pensaba desaprovechar.
Cualquiera
pensaría que no es prudente salir a caminar a tales horas y en momentos sin
luz, es que no cualquiera es capaz de entender que la luz no sale sólo de una lámpara:
La Luna estaba llena y hacía una suplencia notable al Sol; iluminando las calles con ese blanco fulgor,
que a lo largo de la historia inspiró a muchos soñadores en papel, a algunos
hasta la locura. Me encantaba pensar que era aquella cara albina que veía, la
misma que habían visto Poe, Bécquer, Tolkien y otros más que vivían en
cualquier biblioteca de buen gusto.
Había hecho bien
en aprovechar el corte de luz. El cielo es un álbum de fotografía del cosmos,
un largometraje del infinito que en aquellos momentos me mostraba su Director’s
Cut, sin intervenciones de una censura infeliz. –No me haría mal sentarme un
rato a contemplar buena fotografía– pensé. La calle por la cual vagaba cruzaría
con una plaza en pocos metros, podría relajarme un poco, tal vez fumar algo, y
pasar unos momentos mirando aquel firmamento.
Nadie, nadie más
que yo y mis pensamientos transitaba las calles, me resultaba difícil de creer
el cómo la gente fuera capaz de pasar de una vista así, todo a cambio de la
falsa comodidad rutinaria. Tal vez fuera el frío, yo no lo sentía, pero la
respiración vaporosa me lo contaba. No le di muchas vueltas, para mí era mejor
así, sin nadie que mirara con mala cara, como si fueran un ejemplo de moral
cristiana.
Ya pisaba los
pastos de la plaza, pintados en blanco y plateado por la cara visible del
satélite. Tenía mucho material para colgar y tiempo de sobra. En búsqueda del
banquito más cercano, me di cuenta de que la plaza no estaba tan solitaria como
esperaba que estuviera: Nadie peligroso, me pareció en una primera impresión,
no se veía así aquel hombre que miraba el cielo, en dirección a la luna.
Parecía viejo, por las arrugas visibles hasta con la luz lunar y por su cabeza
sin más pelo que tres mechones largos y grises. Al resto de su cuerpo lo tapaba
un abrigo largo, estilo gabardina, que cubría una figura al parecer bien
conservada.
–La Luna está
magnífica hoy –. Le escuché decir cuando ya pasaba de largo, en dirección al
banquito de elección. A decir verdad, su voz ronca sacudió un poco mis nervios.
–Eh, sí. El corte ayuda– contesté por pura educación. Me
senté en mi banquito, demasiado cerca del hombre. No le di mucha importancia y busqué
mi fuego en todos y cada uno de mis bolsillos, el que seguro estaba muy cómodo
sobre mi mesa de luz. Noche sin pipa de la paz.
La chispa
sorpresiva me hizo saltar del banco y aceleró mis pulsaciones a velocidad pre
infarto, después, una llama se acercó a mi cigarro. La llama, extrañamente
blanca, empuñada por una mano huesuda me dejó ver la cara del viejo, que me
sonreía. Una cara difícil de olvidar, puro hueso y arrugas, uno de los ojos
ojerosos tan abierto que parecía no tener párpados, la nariz y pómulos afilados
como bordes de mueble, la boca la formaban dos labios casi inexistentes, y los
dientes, mejor ni hablemos de los dientes.
El corazón me
latía a hipervelocidad, pero poco a poco se relajaba; lo más probable era que
fuese alguno de esos viejos locos que dormían en las calles. Qué suerte la mía,
deseé con ganas que al menos no fuera uno violento.
–Gracias –le quise decir. Quizás se haya entendido más
allá de la voz aguda y nerviosa con la que lo pronuncié.
–De nada amigo –. Qué voz ronca tenía – ¿Te gusta la
Luna? –. No, no era ronca, era como un instrumento de viento soplado con más
fuerza de la requerida.
–Seh, en estos días se ve genial – Se sentía cómo todo
empezaba a relajar en verde.
–Tendrías que verla de más cerca.
– ¿Cómo que de más de cerca?
El viejo tomó aire, como preparándose para un gran discurso. –Allá. Allá arriba, donde todo es plata, los gatos de la Luna se reúnen en un círculo kilométrico para celebrar rituales antiguos; giran durante una noche terrestre, y lo que pasa después sólo ellos lo saben, ya que la realidad se deforma conforme avanza la danza. Sus ojos son más parecidos a los del Dragón, con el que hicieron el pacto hace ya incontables años, y no se les puede mirar por mucho tiempo sin caer en su poder. Los gatos de la tierra comparten estos ojos, pero desde hace mucho que olvidaron cómo usarlos. Ellos ansían reunirse con sus hermanos, por eso salen durante las noches, con permiso de sus dueños o sin él.
El viejo tomó aire, como preparándose para un gran discurso. –Allá. Allá arriba, donde todo es plata, los gatos de la Luna se reúnen en un círculo kilométrico para celebrar rituales antiguos; giran durante una noche terrestre, y lo que pasa después sólo ellos lo saben, ya que la realidad se deforma conforme avanza la danza. Sus ojos son más parecidos a los del Dragón, con el que hicieron el pacto hace ya incontables años, y no se les puede mirar por mucho tiempo sin caer en su poder. Los gatos de la tierra comparten estos ojos, pero desde hace mucho que olvidaron cómo usarlos. Ellos ansían reunirse con sus hermanos, por eso salen durante las noches, con permiso de sus dueños o sin él.
Hizo una pausa
para respirar de nuevo. Estaba del tomate, no cabía duda, pero lo que decía
sonaba interesante a pesar de lo ilógico.
– ¿Por dónde iba?
–pensó en voz alta –Ah sí. Después están los selenitas, por poco extintos desde
de que la Cavorita drenó casi todo el aire de Selene, pero no es fácil matar un
selenita, claro que no. Ellos comen unos hongos que cultivan en el subterráneo;
esos hongos son su alimento favorito, pero también causan alucinaciones. No es
extraño verlos soltando espuma por sus orificios y jugando con la baja gravedad
después de una cena. Los más imprudentes suelen saltar demasiado alto y
perderse en las penumbras, pobres idiotas. Y a pesar de todo nunca disminuyen
en número, ya ves que no son fáciles de extinguir.
–Uh, están de la
tanga –. Ni sé por qué lo dije, capaz fue que no quería quedarme en silencio.
–En efecto. Existen
muchas otras cosas igual de maravillosas, tales como los gólems de piedra
lunar, cuyo corazón se dice que son fragmentos de un Titán helado que han caído
a la Luna, o el colector de rocas celestiales, que desde hace años recoge los
meteoritos en busca del hierro cósmico. En los polos, en océanos oscuros
escondidos bajo la superficie nadan las grandes bestias, no quedan muchas de
ellas –. Se detuvo por una fracción de segundo, supuse que para preparar el Grand
Finale, y luego continuó: –Pero lo más esplendoroso de todo está en la cara
oscura del astro: allí se alzan los castillos de los Reyes de la Luna, cuyo
poder llegó a ser tan grande que podían mover los astros o viajar entre ellos
con sólo efectuar unas danzas. Estos castillos una vez apuntaron hacia la
Tierra, y su gente se comunicaba con seres de este planeta; hasta que uno de
los Reyes, el último, en un acto de desprecio hacia los Dioses de la Tierra,
decidió invertir la cara del astro y darle para siempre la espalda a este
mundo. Los Dioses le maldijeron y ahora las grandes construcciones esculpidas
en piedra alba se hallan desiertas, el
único sonido que los recorres es el aullido de los lobos, y ya nadie transita
por sus salones.
Terminó en seco.
La emoción con la que había hablado se contagiaba. En su cara se notaba esa
atmósfera de ansiedad, muestra de que había mucho más que quería contar, pero
no lo hacía para no abrumar al escucha.
En otros tiempos,
en otro lugar, capaz se hubiera dado algo de reconocimiento a esa locura tan
imaginativa. Estos no son tiempos para los locos, al pobre loco se le ignora, y
al idiota que se llama a sí mismo loco le festejan. Aquel viejo era sin duda
una mente desperdiciada, un genio-loco fuera de época.
–Qué viaje lo que
me contás –le dije, sin ningún intento de sarcasmo. No sabía qué más decir, no
quería darle a entender que todo era fruto de su imaginario y mi cabeza no
estaba muy elocuente ya.
El viejo mostró la
sonrisa despareja. – ¿Viaje? ¿viaje? Sí, un viaje. Claro que sí –. Se tildó en
sí mismo un momento, como si repasara algo dentro de los viejos cajones de su
mente alterada.
–Preparate, porque muy pocos, por no decir
nadie, vieron lo que estás a punto de ver.
Todavía rondaba en
mi cabeza esa idea de: “¿qué tal si me apuñala?”, pero la curiosidad me mataba
lo cagón. Él se alejaba unos metros, el humo de las últimas pitadas que yo
exhalaba parecía seguirle los pasos y escalar el aire con manos etéreas detrás
de él, pero se detuvo cuando éste frenó sus pasos, y rodeó su presencia sin
tocarle. Capaz yo ya estuviera viajando, pero todo se veía si bien no muy real,
muy, no sabría cómo explicarlo, pero si sabía que algo así no se volvería a
repetir, y por eso miré con atención.
El hombre se
despojó de su abrigo, su cuerpo era una confusa mezcla de huesos y músculo,
cuya palidez se acentuaba a la lumbre de Luna. Si comía, no era una rutina. Los
pantalones oscuros que llevaba contrastaban con aquel tono de bronceado, con
eso y sus ojeras, me pareció que era un panda a punto de morir por
desnutrición. Una de sus sandalias voló
más allá de lo que pude seguirla, cuando apoyó el pie descalzo, el suelo vibró
con musical suavidad; lo mismo pasó cuando mandó a volar su otra sandalia. El
humo, que todavía seguía rondando, acompañó sus manos cuando empezó a
ondularlas, flasheaba Avatar. De un momento a otro, su torso acompañaba las
ondulaciones, cada vez más pronunciadas, y luego sus pies siguieron el
movimiento, suaves, pero cada vez con más velocidad. Cada vez que despegaba un
pie y volvía a apoyarlo, el alrededor se sacudía; cuando empezaron a acortarse
los intervalos empecé a entender: aquel baile; la vibración era música, la
música de la noche, la música de los astros. Como el ruido blanco celestial,
pero yo podía oír más allá. Él seguía danzando, pero su danza ahora era
acelerada, saltaba y giraba arrastrando los vientos, provocando música donde
nadie más era capaz; la Luna brillaba, la luna brillaba en sus ojos y en su
piel de muerto. La música se intensificaba, la Luna brillaba en él. –La Luna
está cerca –dijo. Estaba cerca, estaba cada vez más cerca, ¿o éramos nosotros
los que estábamos cerca? La Luna brillaba, él sonreía. La noche en blanco y
plateado, ahora entendía todo. Miré hacia el cielo y Selene esperaba, lo más
cerca que podía. Entonces seguí la música y fui más liviano que nada. Cerca,
algo que estaba tan lejos ahora estaba cerca. El remolino de viento que se
formó con la danza atravesaba el vacío, guiado por cada movimiento; cuando él
volvió a apoyar un pie, era en un suelo de plata.
–Llegamos…–. Su
mano extendida abría un telón de aire para mostrarme el paisaje, el mar de
piedra blanca, con sus horizontes desembocando en el océano negro.
– ¿Cómo es que no
me muero? – pregunté. Él se rio.
–Si te invité
sería mala educación dejar que mueras. Pero no es importante el cómo, no
entenderías por el momento. Hay cosas que ver, todo lo que antes no me creíste.
–No es que no
creí…
–No importa, no te
excuses –interrumpió –Estás acostumbrado a que todo es como los demás dicen que
es. Lo que es alguna vez no fue, y lo que fue puede no ser. Lo que dicen que es
no siempre es todo, porque nada lo abarca todo, menos si se tiene que acotar
con otros los límites sobre qué es y cómo es.
– ¿Qué? –. Hasta que entendí, unos segundos después –
¿Entonces cómo se podría vivir junto a otros sin ese acuerdo de límites sobre
el “qué es”?
No me respondió,
se enfrascó en un nuevo movimiento rítmico. Sentí mi cuerpo tropezar hacia las
distancias, como si fuera una pieza de dominó que cae contra sí misma en una
larga fila. La última pieza, yo, estaba mucho más adelante, en la cima de una montaña
chica. Delante brillaba un círculo giratorio de luces que se movían por pares,
pero no estaban allí, eran mucho más profundas de lo que se veía a simple
vista. Un pozo infinito donde no existía la distancia y todo estaba en un
lugar. Lo sabría todo si me arrojaba allí, todo, todo…
Una forma oscura me tapó la entrada. –No veas sus ojos te dije, no habría vuelta atrás –. Era él. Apartó su mano y miré de nuevo; los gatos de la Luna desfilaban en un círculo larguísimo, como él ya me había relatado. Esta vez no miré sus ojos, me concentré en sus formas. Por alguna razón eran iguales y a la vez muy diferentes que cualquier gato. No había comparación.
Una forma oscura me tapó la entrada. –No veas sus ojos te dije, no habría vuelta atrás –. Era él. Apartó su mano y miré de nuevo; los gatos de la Luna desfilaban en un círculo larguísimo, como él ya me había relatado. Esta vez no miré sus ojos, me concentré en sus formas. Por alguna razón eran iguales y a la vez muy diferentes que cualquier gato. No había comparación.
–No podemos estar de espectadores mucho más si querés
volver después –me susurró él. Hice caso y seguí su camino, ya no era tan impactante
moverme entre las distancias. Terminamos en una planicie, una veintena de
seres, insecto, ave, y persona al mismo tiempo giraban durísimos en el suelo;
de lo que parecía ser su boca brotaba espuma. -Cenaron sus hongos-, pensé. Uno de
ellos se levantó con ayuda de unos brazos largos como su cuerpo, nos miró,
quizá ni entendió que estábamos, y saltó
distancia record. Tal vez demasiado record, porque pasó del mar de plata a
nadar en el océano tenebroso. Sus gritos en un idioma desconocido para mí me
erizaron la espalda.
–Demasiado tarde
para él –comentó mi guía, mientras le miraba perderse hacia el infinito. –Hay
más que ver, vamos.
Entonces, más
allá, vi a las moles de piedra. Gólems me había dicho que se llamaban. Entre
las rendijas de su cuerpo, una aglomeración de rocas lunares, brillaba el
corazón con una luz que helaba al mirarla. Verla era como encarar uno de esos vientos
invernales con los ojos bien abiertos.
Viajamos más lejos
y vi al ser enano y arrugado hurgar los cráteres, buscando el hierro espacial.
Según había estudiado en la escuela, esos fragmentos eran más que pesados, pero
él los movía sin esfuerzo. La gravedad baja lo ayudaría de seguro.
Fui conducido a
uno de los polos, y desde la oscuridad oí los cantos de los colosales animales
que nadaban por corrientes ocultas. Se me ofreció poder verlos, pero no me
animé. Aquellos cantos, en frecuencias que nunca había oído y que probablemente
en otra situación sería incapaz de oír, hablaban de historias atestiguadas
cuando el mundo era joven, y resonaban tan fuerte en mi cabeza que pensé que me
iba a volver loco, o un poco más tal vez. Los ojos se me nublaron cuando la
canción pasó de las cosas que fueron a las que serían. No logro traerlas al
recuerdo ahora, tal vez no estuviera preparado para aprenderlas.
– Es una verdadera pena que queden tan pocos
de estos seres. Ahora, el Grand Finale –habló el viejo, una vez nos alejamos
sobre los éteres invocados que nos transportaban donde él les ordenaba, a cada
paso de su baile estrafalario. –Voy a mostrarte qué hubo cuando la Luna fue
como la Tierra, cuando yo fui importante en estos planos. Este fue el castillo
de los Reyes de la Luna, su epítome de gloria.
Todo estaba
oscuro, estaba en la cara oculta. Un chispazo, dos, y una llama blancuzca que
ya había conocido iluminó el lugar. Ante
mí se alzaba una puerta descomunal, no podría decir de qué estaba hecha, y el
gigantesco edificio de la que ésta era entrada terminaba en torres que curvaban
sus extremos hacia un punto común. Sus muros de color plateado, decorado por
ondas más oscuras, no tenían uniones, como si hubiera sido tallado en vez de
levantado. No sé mucho de arquitectura, más bien casi nada, pero eso era algo
antinatural, una obra imposible, magnífica. Pero a esas alturas, nada me podía
sorprender.
Él me hizo un
gesto para que le siguiera y caminó hacia la puerta. Sonó un chirrido, algo que
se reactivaba después de mucho, demasiado, tiempo y ésta se abrió de golpe ante
la mano que la comandaba. La llama que oscilaba en la otra mano pareció
crepitar con más fuerza e iluminó los salones solitarios, aunque de todas
formas se veían oscuros, rechazaban la luz. Mientras entraba, sufrí una
sensación de soledad tremenda; pasillos, salas, cúpulas, no sólo estaban
deshabitadas, era como si todo rastro de historia en ellas se hubiera borrado,
como si alguien hubiera dado al Supr. sobre todo lo que fue. Nada, la nada
estaba allí. Si pudiera darle un nombre sería ese, la ausencia total de
existencia.
– ¿Cómo es que
nunca se descubrió esto desde la Tierra? –le pregunté.
– Nadie jamás
exploró a pie –contestó. –Y la maldición
–murmuró –La maldición evita que siquiera lo encuentren otros, este castillo
está condenado al olvido perpetuo, a la muerte en vida, como yo.
Ese “como yo”
quedó haciendo eco en mi cabeza. De repente me llenaron las ganas
incontrolables de salir de ahí, de volver al banquito, a la plaza, a la Tierra.
La respiración se complicaba ¿Por qué me había enfrascado en algo así? El aire se
iba. No tenía nada que hacer acá. El aire. Tenía que volver, tenía que.
–Tranquilo, tranquilo –. Me calmó el viejo, el
bailarín, ese loco que me había metido en su locura, a la que yo salté de lleno
como un idiota. Un dejo de tristeza asomaba en su tono, su mirada no demostraba
una emoción opuesta –Algún día restauraré la gloria de Selene –. Su voz sonaba
cerca y lejos. –Mientras, estoy condenado a ser un pobre viejo con desvaríos.
De nuevo comenzó a
bailar, el aire no se iba, la llama blanca que tenía en una mano siguió sus
movimientos, desde su mano bajó a su brazo huesudo, se enroscó en su torso.
Salían chispas con cada sacudida. Luz, luz y música, la música volvía, las
llamas eran música. Él se alejaba, se alejaba por el salón, se alejaba, subía
unas escalinatas, cada paso de baile lo llevaba más arriba. Entonces vi el
trono al final de los escalones. Más lejos. Su baile terminó, él estaba sentado
en el trono, pero la música seguía. Su fuego y él eran uno. Tarde entendí con
quién me había encontrado, ¿Quién sino sabría tanto sobre todo aquello? La
música seguía, todo se movía a su compás. Todo giraba. Música, música de las
esferas. Se metía en mi mente y yo giraba con ella, giraba al son de algo que
se escapaba a mi entendimiento. Él estaba cerca, todo estaba cerca, estaba
lejos, levantaba su mano para saludar. Cerca. La música se detuvo, la luz se
apagó. Lejos. Volvía a ser pesado. Caía.
La mañana me pegó
con un Sol terrible, alguien había abierto las persianas. No tenía sueño, así
que me levanté para desayunar. En la cocina se veía la televisión encendida,
noticieros, noticieros a la mañana, el baile mediático solía llamarle alguien que no recuerdo. ¡Baile! Recordé al instante el
sueño que había tenido, tenía que contárselo a alguien antes de que se me
olvidara.
Quise hablar en general –Anoche tuve un sueño re flashero –intenté
decir, pero el “Shh” pronunciado sin que las miradas se despegaran de la
pantalla me dio muestras de que no iba a tener la más mínima atención.
La tele mostraba
una noticia de interés general: “Se descubre una isla nueva por un cambio
abrupto en las mareas” o algo así. Palabras y palabras. Un científico Yanqui
hablaba: –Creemos que el cambio se debió a una actividad lunar repentina e
inusual. No pudimos esclarecer las razones de ello, pero estudios nos muestran
que la luna terrestre se desplazó una cierta distancia fuera de su órbita
calculada.
Todos los
pensamientos vinieron a mí de golpe; ¿Había sido un sueño? Yo tenía sueños
raros, pero ese era demasiado vívido. No, no podía ser.
“Estás
acostumbrado a que todo es como los demás dicen que es.”
Esas palabras
sonaron en mi cabeza, y su eco prosiguió durante el resto de mi día.
No lo volví a
cruzar desde entonces; aunque cada noche de Luna llena, cuando miro a los
astros pienso que puedo verle. Ya sea bailando, ya sea sentado en su trono,
como una sombra de lo que fue alguna vez. Lo veo en su castillo donde alguna
vez reinaron los Reyes de la Luna, hace demasiado tiempo. Pero ahora esas
grandes construcciones esculpidas en piedra alba se hallan desiertas, y ya nadie
transita por sus salones, ya nadie transita por esos salones.
O puede que esté parado
en una plaza, hablando a oídos sordos de lo que conoce. Un pobre viejo con
desvaríos, hablando de su vida olvidada en la Luna.