Hay
quienes dicen que nosotros los humanos tenemos la necesidad imperiosa de
interactuar para así conservarnos humanos, más aún en los momentos difíciles.
Mis hijos me lo repiten, mis viejos amigos me lo repiten, en maneras más
coloquiales; pero no puedo hacer caso, no logro hacer caso, Helena necesita de
mí. Sólo unos esfuerzos más, unos instantes más pueden marcar una diferencia,
no importa qué digan unos papeles adornados con sellos de profesionales, ellos
nunca están tan cerca como para percibir esas ínfimas señales que tras años de
compartir cada minuto, han formado un lenguaje propio y secreto.
Hoy
ella me llamó por mi nombre, no fue más que un mínimo susurro, pero pude oírlo
con claridad: ella dijo “Germán”, mi nombre, yo sé que lo oí. Eso debe ser una
mejora, es una señal. Helena podría volver a rememorar todo lo que fue, lo que
fuimos; lo único que hace falta es dar algunos empujoncitos en los lugares
adecuados. Recuerdo entonces nuestras viejas fotos, olvidadas, empolvadas, en
el cajón más alto del armario. No deberían estar allí, claro que no, pero ahora
sólo hay espacios para remedios y maquinarias que agobian la tranquilidad. Mi
hogar, nuestro hogar, es una sombra por desvanecerse de lo que alguna vez fue.
Como
un autómata doy los pasos necesarios, veo aquel viejo álbum que recopila las
fotos más variadas. Sólo tirar de una liga descolorida y un pase de mis manos
me hace un viajero hacia vacaciones en playas cuyos nombres ya no recuerdo,
hacia la venida de Mateo y de Lucas, ahora demasiado lejanos para hacer
compañía, hacia nuestro casamiento apresurado; memorias de toda una vida
conservadas en una miniatura, casi borradas de la memoria, pero allí estaban.
Un chispazo que detonaría las vivencias acontecidas. No es algo extraño pensar
que en las fotos, sólo en las fotos, se encuentra escondida la inmortalidad que
todos los hombres ansiamos. Mientras algo así existiera, el recuerdo jamás
moriría, ni tampoco las personas lo harían.
Los
instantes se me escapaban al ojear la nostalgia impresa en luz sobre papel, no
eran para mí, no todavía. Al cerrar el álbum aterrizó en mis pies una foto que
no había visto: una silla delante de una pared, ambas en tonos de grises; la
primera foto de nuestra casa, su vestido de novia tan blanco y esa vieja silla
mía habían sido las primeras cosas en ocupar la sala, lo único que teníamos.
Una
mancha blanca estropeaba la imagen, no la recordaba, quizá la humedad hubiera
hecho sello en ella. Sería la única foto que no mostraría, de nada valía, pero
las demás… ellas devolverían las memorias de mi pobre Helena sin duda alguna. Y
la vida son memorias.
El
álbum quedó bajo la cama, o bajo la mesa, no puede ver hacia dónde fue
arrojado. No tengo las fuerzas para gastarme en buscarlo, mis manos no pueden
más que temblar. Pero su enojo repentino fue un buen síntoma, tenía que serlo,
ese temperamento juvenil era una buena señal.
La
única foto que permaneció a mi alcance fue aquella que yo había rechazado, la
ironía me sacaba sonrisas sardónicas. Ahora convertida en mi único enlace con
los recuerdos. Y la mancha blanca que se perfilaba contra la pared, nuestra
pared, se hacía cada vez más nítida.
Con
el correr de cada día todo empeoraba, ya no hubieron más menciones de mi
nombre, ni siquiera en un susurro inaudible, y las señales eran muy pocas, por
no decir nulas. Las esperanzas que una vez tuve se me escurrían de las manos.
No había dormido nada en esos días, y ver la foto era mi único escape. La
mancha crecía cada día, no, no era que crecía, ganaba forma; dibujaba las
hebras de una tela blanca como una nube pasajera.
Cada
mañana había más definición el aquel dibujo: un vestido vacío flotando en la
captura. No hablé aquello con nadie, por miedo a que me tomaran por loco, que
creyeran que el dolor me había doblegado, y que me quitaran el escaso tiempo
que me quedaba de mi Helena.
El
dibujo se completó en la última noche que la tuve conmigo. No estaba muerta,
claro que no, ella viviría para siempre en mis memorias, grabadas como un
rostro joven y sano en un vestido blanquísimo. No habría muerte en aquella
imagen, sino eternidad.
Entonces
todos dijeron que tenía que reactivar mi vida, superar mi depresión, aceptar la
partida; hablaban estupideces, la vida se mantenía sólo en las fotos, no en un
cuerpo mortal y efímero, mi vida entera estaba impresa ahí.
No
temí cuando la otra mancha apareció en la fotografía, un salpicón negro entre
los maderos de la silla. Una felicidad que creía olvidada regresaba desde
rincones olvidados de mi mente añejada, al fin estaríamos juntos de nuevo,
jóvenes y perennes, perfilados en un cuadro que duraría toda la eternidad. En
esa noche final pude dormir como no lo había logrado en mucho tiempo, en paz,
porque sabía quién aparecería en la foto a la mañana siguiente.